Quienes hoy favorecen una política exterior más activa —que México se presente en cuanta cumbre y foro internacional sea posible— suelen desdeñar, por aldeana, la tesis que sostiene que para un país como el nuestro y en la coyuntura actual, una base indispensable para desarrollar una política exterior exitosa no es tanto el activismo sino el construir una política interna sólida, una estructura institucional firme con una base ciudadana que provea de fuerza política al proyecto nacional y dé sentido y legitimidad al ejercicio del poder dentro y fuera del país. Sólo así México podrá contar con el “soft power” (poder blando) que le ayude a sortear con éxito los constantes embates a que le somete ese “hard power” (poder duro) que domina en el mundo externo y que, para nosotros, es básicamente el señoreado por Estados Unidos.

Para México, una nación sin muchos recursos de poder militar o económico —bases del poder duro—, y vecino de la mayor potencia mundial, es casi imposible ejercer a plenitud eso que en teoría nuestro país consiguió tras independizarse de España: la soberanía. Al menos, si por soberanía se entiende la capacidad de un Estado nacional de tomar por sí y para sí las decisiones críticas que considere apropiadas sin tener que contar con la anuencia de un poder externo.

Ejemplos de los límites de nuestra soberanía tenemos varios a lo largo de los dos últimos siglos. El más reciente está teniendo lugar ahora mismo: la imposibilidad del gobierno mexicano de llevar a la práctica la política generosa originalmente anunciada con relación a los migrantes centroamericanos que ingresan a nuestro país en un intento desesperado por ser admitidos en Estados Unidos. Y es que, sin mayor ceremonia, a mediados de año, la Casa Blanca le dio a México un ultimátum: si en 90 días no reducía ese flujo centroamericano, se le impondrían aranceles crecientes a sus exportaciones al mercado norteamericano. Como las exportaciones mexicanas totales representan el 39% de su PIB y de ellas el 82% tienen como destino Estados Unidos (aunque sólo el 46% de su contenido es realmente mexicano), la amenaza de aranceles, formulada en una coyuntura donde nuestra economía bordea la recesión, resultó una presión insoportable y hubo que ceder.

En ese entorno tuvo lugar la brutal masacre en El Paso, Texas, del 3 de agosto y que costó la vida a 22 personas indefensas, entre ellas, varios mexicanos. El autor de tan bárbara acción, Patrik Crusius, confesó que su objetivo fue dar muerte a mexicanos para detener una “invasión hispana de Texas” que pone en peligro su forma de vida. De inmediato, indignado, el gobierno mexicano tomó cartas en el asunto y demandó ser tomado en cuenta en la investigación de lo que calificó un “acto de barbarie” y de terrorismo. Luego el presidente Andrés Manuel López Obrador pidió “respetuosamente” al gobierno vecino que tomara medidas para controlar la venta de armas a particulares y evitar futuras tragedias.

La posición mexicana frente a lo ocurrido en El Paso fue la correcta, pero no hay duda qué la condena y el reclamo por lo ocurrido al otro lado de Ciudad Juárez hubiera tenido mucha más fuerza política y moral si hubiéramos podido hacerlo desde de una situación interna muy distinta de la que tenemos. Y es que, a escasos cinco días de la tragedia de El Paso, en nuestro país tuvo lugar una más de las brutales matanzas que de tiempo atrás lleva a cabo un crimen organizado fuera de control. En efecto, en Uruapan, segunda ciudad en importancia de Michoacán, aparecieron colgados 19 cadáveres con letreros del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que se atribuía, sin recato, la autoría de la masacre. Imposible obviar la consideración que, mientras el asesino texano ya está en prisión, en Uruapan el CJNG actúa cuando y como quiere.

Reclamamos, y con toda razón, seguridad para los mexicanos en unos Estados Unidos donde hay 5.3 asesinatos por cien mil habitantes, pero nuestro reclamó tendría más fuerza moral y política si aquí la inseguridad no fuera problema y la cifra de asesinatos no fuera de 19.2 por cien mil habitantes.

En la coyuntura actual, nuestra mejor defensa frente al exterior requiere no tanto de mayor activismo externo como de reconstruir nuestra maltrecha estructura institucional. Llegar a predicar con el ejemplo interno sería nuestra mejor política exterior.

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