El título de la novela de Emily Brontë, Cumbres Borrascosas, le queda bien a la actual 9ª Cumbre de las Américas (CA). La saña con que Washington ha prolongado su venganza contra un pequeño país vecino que hace 61 años se atrevió a desafiarle en plena Guerra Fría —Cuba— es comparable a la que mueve al personaje de la novela de Brontë para actuar contra quienes le humillaron en el pasado.
Las CA tienen como antecedentes lejanos las reuniones de Panamá en 1956 y de Punta del Este en 1967, ambas se justificaron como búsquedas colectivas del fortalecimiento de la democracia y del desarrollo económico de Latinoamérica. Fue hasta la reunión de 1994 en Miami donde las CA se institucionalizaron. Naturalmente Estados Unidos ha sido el impulsor de todo este proceso. En ese 1994 se estableció que las CA serían cada tres años y los temas abordados desde entonces han sido básicamente variantes amplificadas de los originales: fortalecimiento de la democracia y del desarrollo económico regional y han incluido los derechos humanos, el narcotráfico, el terrorismo, la sociedad civil, la educación, el medio ambiente, la sustentabilidad, etcétera. Las CA no sólo ampliaron su agenda, sino que crearon un secretariado y un aparato administrativo para, supuestamente, darle seguimiento al creciente número de resoluciones. Sin embargo, lo que sigue sin ser evidente es la medida en que las CA, tras enumerar temas y posibles políticas los han puesta en marcha.
La decisión de Andrés Manuel López Obrador de no asistir al foro de Los Ángeles este año se explica, quizá, por el poco o nulo resultado práctico de lo discutido en esos encuentros y porque los temas se habían negociado desde semanas atrás y la posición de México ya había quedó asentada. De ahí que AMLO y otros mandatarios de Centroamérica optaran por “brillar por su ausencia” como la mejor forma de hacer notar sus inconformidades y propuestas sin tener que llegar a una confrontación pública con el poderoso anfitrión de la reunión: Estados Unidos.
Y es que los problemas de fondo entre México y Estados Unidos se tratan de manera directa, bilateral. Esta vez, la ausencia de AMLO en Los Ángeles ha permitido a México poner en duda la utilidad de persistir en la política de mantener viva en América Latina la llama de la vieja Guerra Fría e impedir, so pretexto de defender la democracia, la normalización de las relaciones interamericanas. La contradicción de Washington en este punto es que son numerosos los casos en los que Washington ha optado por mantener buenas relaciones con regímenes no democráticos en América Latina, entre otros con el régimen priista mexicano a lo largo del siglo XX tras el histórico acuerdo Calles-Morrow de 1927-1928.
Hoy la atención de la potencia hegemónica de nuestro continente está centrada en su choque con Rusia en Ucrania y con China por la competencia económica global y la que tiene lugar en el sur del mar de China. Estados Unidos en su carácter de gran potencia, sólo se ha interesado en prestar atención a su zona “natural de influencia” —América Latina y El Caribe— cuando eso le ha sido requerido por su seguridad nacional. Fue la lucha contra El Eje lo que motivó la recordada “Buena Vecindad” o la “amenaza comunista” tras la Revolución Cubana lo que originó en 1961 la menos recordada “Alianza para el Progreso”. Hoy el flujo de indocumentados latinoamericanos o el temor a la posible influencia económica de China en la región pudieran llevar a la Casa Blanca a diseñar una política específica para la coyuntura. Independientemente de lo que decida Washington, a los países del continente, incluyendo a Estados Unidos, les conviene poner al día la relación con Cuba y evitar borrascas innecesarias en las negociaciones multilaterales futuras del continente. Bastante tenemos ya con las que hay dentro de cada uno de nuestros países.
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