“El INE no se toca” exigían las pancartas del 13 de noviembre (13N) pero si nuestro documento político fundamental que es la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha sido “tocado” (modificado) más de 700 veces ¿qué es lo que impide “tocar” el marco legal de un órgano del gobierno federal responsable de los procesos electorales?

La naturaleza del INE o de cualquier otra institución gubernamental siempre puede someterse a discusión y, llegado el caso, reformarse o eliminarse. El INE es un órgano político indispensable pero obviamente perfectible. Entre otras cosas esa institución puede y debe ser menos costosa (su sostenimiento excede los 20 mil millones de pesos anuales), su estructura puede aligerarse (hoy tiene más de 16 mil empleados, 32 juntas locales y 300 distritales) y debe ser capaz de dar resultados inmediatos y confiables como en Brasil. El INE, como cualquier institución, puede mejorarse.

En realidad la marcha del 13N se entiende mejor no como un esfuerzo por impedir que desaparezca el INE —algo que nadie pretende— sino como una expresión pública de la derecha contra “el estilo personal de gobernar” del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y, sobre todo, contra su proyecto: la modificación de un régimen político construido a lo largo de más de un siglo por el PRI y al final también por el PAN: un régimen de naturaleza básicamente extractiva y grandes zonas de corrupción.

Hasta ahora el gobierno de AMLO no ha afectado el corazón de los intereses creados en el antiguo régimen. La 4T no ha llevado a cabo expropiaciones de los bienes de la oligarquía ni ha puesto en marcha políticas fiscales confiscatorias. La recaudación tributaria como porcentaje del PIB es de apenas 17.9% (cifra de 2020), muy por debajo del promedio de la OCDE. Ciertamente algunos grandes empresarios han sido obligados a pagar los impuestos que evadían, pero exigirles lo que deben no es una confiscación sino cumplir con la ley.

Una visión políticamente conservadora pero inteligente podría interpretar ese “primero los pobres” de AMLO y sus programas sociales —becas, pensiones, bancos del bienestar, rediseño del sistema de salud pública, “sembrando vida”, restitución de tierras a comunidades indígenas, etc.— no como una política “comunista” —como la definieron participantes del 13N— sino como una forma pacífica de empezar a convertir en ciudadanos reales a millones de “ciudadanos imaginarios” y eliminar así los incentivos para que los marginados busquen por la vía violenta superar su condición como lo han hecho ya los integrantes del crimen organizado.

Quizá algunos oligarcas mexicanos acepten resignados como el príncipe de Salina en El Gatopardo, que “para que todo siga como está, todo debe cambiar” pero obviamente otros no. La del 13N no fue precisamente una marcha de oligarcas sino en buena medida fue de clase media irritada. Y es aquí donde resulta útil el concepto de “derecha post materialista” utilizado por un columnista en el New York Times (13/11/22) y tomado de dos politólogos —P. Norris y R. Inglehart— que buscan explicar coyunturas como la norteamericana pero que también pueden ayudar a aclarar la nuestra.

La clase media mexicana no ha sido afectada por el lopezobradorismo en sus intereses materiales. Sin embargo, muchos de sus miembros se sienten profundamente afectados por algo inmaterial: por su percepción de que ese “primero los pobres” de alguna forma les significa una pérdida de su estatus histórico de superioridad frente a las clases populares. Sentido de superioridad basado, entre otras cosas, en el color de la piel, la educación formal, el origen del apellido, la forma de vestir y hablar o por tener ingresos superiores al promedio (aunque muy lejos de los de la oligarquía).

Los prejuicios clasistas son una herencia histórica muy difícil de desarraigar, pero debemos acelerar la marcha que nos lleve, como sociedad, a su superación.


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