El tiempo puede diluir un problema o complicarlo como lo prueba el esclarecimiento de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Ya en 1994 Juan J. Linz examinó la influencia del “factor tiempo” en los procesos de cambio político: decisiones similares tomadas en tiempos diferentes suelen llevar a resultados distintos.
Si desde el inicio Enrique Peña Nieto hubiera optado por abordar sin falsificaciones el crimen cometido en Iguala en 2014 quizá el tema no tendría la centralidad que adquirió. Sin embargo, siendo el peñanietismo una de las cimas de la corrupción política, optó por “superar” el macro crimen montando una operación de encubrimiento que fracasó.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) desde el momento de asumir la Presidencia en 2018 se propuso aclarar la investigación de su antecesor, dar cuenta verdadera de lo sucedido en la terrible “noche de Iguala” y otorgar al hecho el carácter de “crimen de Estado”, pues al desenredar la trama se elevó el nivel de los personajes y las instituciones involucradas. Y entre más tiempo pasa más se agranda la lista de involucrados tanto en el crimen como en su encubrimiento.
Al peñanietismo le llevó cuatro años montar y apuntalar su “verdad histórica” sobre lo sucedido en Iguala. Desmontar esa “verdad” le ha tomado al equipo de AMLO y al grupo de expertos externos (GIEI) un tiempo casi similar. Hoy los responsables de ese desmontaje se muestran confiados en lograr su objetivo, aunque el “factor tiempo” empieza a jugar en su contra, pues da a sus críticos más oportunidades para hacer del proceso un campo de batalla más en su lucha sin cuartel contra la “4 T” y AMLO.
De acuerdo con el testimonio de los miembros del GIEI, por años el Ejército se negó a facilitarles el acceso a los cruciales archivos de los servicios de inteligencia militar, servicios que conocieron en tiempo real todo lo ocurrido en la brutal noche de 2014. Se supone que ahora, y por orden directa de AMLO, esa negativa ya no opera, pero eso no impide que el hecho ya sea parte de otra discusión conflictiva que nada tiene que ver con Ayotzinapa: la decisión de otorgar nuevas responsabilidades a esas fuerzas armadas que fueron reticentes a dar cuenta de sus acciones como son asumir el control de aduanas o de la Guardia Nacional.
En el ámbito netamente civil el correr del tiempo ha llevado a meter el caso Ayotzinapa en el terreno de la discusión sobre la forma en que la Fiscalía General de la República (FGR) ha desempeñado su papel de ministerio público. La inesperada renuncia por un desacuerdo con su superior jerárquico del responsable de una fiscalía especializada creada para investigar la desaparición de los estudiantes normalistas ha revelado fallas y conflictos internos de la FGR de ese órgano autónomo que es crucial para algo que ha faltado a México por mucho tiempo: la procuración de la justicia.
Pasa el tiempo y los padres de los estudiantes —y la sociedad— se muestran cada vez más insatisfechos con la lentitud y contradicciones de la investigación y ya exigen el arresto de quien era secretario de la defensa hace ocho años y del expresidente Peña Nieto (SinEmbargo, 27/09/22).
Refiriéndose al caso Ayotzinapa, el presidente manifestó: “Estamos recibiendo muchas presiones de todo tipo y de muchas partes, pero… tenemos la firme voluntad de hacer justicia” y es que hoy el “factor tiempo” está del lado de las presiones. Es imperativo acelerar el proceso, deshacerse de quienes desde el interior de las instituciones obstaculizan su marcha, consignar a los responsables y mantener bien abierto el caso al escrutinio público para que la presidencia tenga el respaldo ciudadano y pueda cerrar la herida colectiva abierta en Iguala por la corrupción, la irresponsabilidad y la impunidad.
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