Le queda poco tiempo como Presidente, pero López Obrador (AMLO) acaba de reafirmar que está consciente de su compromiso con los padres de los estudiantes de la normal rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, desaparecidos en 2014. El compromiso es aclarar la noche, la trágica “noche de Iguala”. En realidad, ese compromiso es con todo el país y consigo mismo, con su legado.
A fines de diciembre de ese 2014, cuando ya habían transcurrido poco más de dos meses de la siniestra noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre en Iguala, el presidente de entonces, Enrique Peña Nieto, creyó haber encontrado la fórmula para dejar atrás el escándalo nacional y mundial que produjo la desaparición de los 43 jóvenes normalistas y seis asesinados más en las calles de Iguala. Esa fórmula, que desde el inicio fue una salida falsa y ofensivamente simplona, consistió en pedir resignación tanto a las familias de las víctimas como a la sociedad mexicana. Y es que en una visita a Guerrero, Peña Nieto propuso un “esfuerzo colectivo” para “superar este momento de dolor” y poder “dar un paso hacia adelante”, es decir, pidió asumir que lo ocurrido en Iguala se podía “superar” si se le tomaba como un incidente más de la realidad cotidiana en un territorio narco, es decir, como parte de la “rutina nacional”.
Finalmente, la fórmula propuesta por el de Atlacomulco ni siquiera se consideró, sino que agudizó el escándalo que ya había pasado del plano local al nacional hasta situarse en el internacional. Y es que pese a lo brutalmente absurdo de lo que ya se suponía había sido una masacre —pese a no encontrarse los restos de las víctimas—, la situación no parecía muy distinta a otras que ya habían tenido lugar en territorios de narcos: como, por ejemplo, las de 2010: una en las Villas de Salvárcar en Chihuahua, donde el narco sacrificó a 16 jóvenes y otra en San Fernando, Tamaulipas, donde asesinó a 72 migrantes. Sin embargo, la de Iguala resultó ser ya la gota que derramó el vaso y detonó una ola nacional de protestas que aún no cesa.
El Procurador del gobierno de Peña Nieto, Jesús Murillo Karam, pergeñó a toda prisa una “la verdad histórica” para justificar el cierre del caso y cuya tesis principal se resume así: los 43 estudiantes fueron confundidos por “Guerreros Unidos” con miembros de un cártel rival, asesinados en un basurero, sus cadáveres incinerados y finalmente echados a un río. Sin embargo, esa explicación tuvo inconsistencias, no satisfizo a los familiares de las víctimas y el caso seguía abierto cuando AMLO y la 4T asumieron el gobierno y Peña Nieto y Murillo Karam se convirtieron en parte de un viejo régimen.
Como era de esperarse, el gobierno de AMLO echó por tierra la explicación elaborada por el equipo de Peña Nieto, procedió contra el exprocurador hasta llevarlo a la cárcel acusado de desaparición forzada, tortura y acciones contra la administración de la justicia. Sin embargo, pese a los trabajos de fiscales especiales asignados al caso por AMLO y la participación de una comisión coadyuvante de especialistas extranjeros, la investigación no se ha podido concluir por, entre otras razones, las resistencias dentro de las instituciones que han participado en la tarea, la resistencia de Israel a extraditar a un personaje clave en la elaboración de “la verdad histórica” —Tomás Zerón de Lucio— o la liberación por parte de jueces de personajes confesos de haber participado en el secuestro de los normalistas.
A estas alturas ya queda claro que la tragedia de Iguala implicó una red de complicidades de autoridades locales, estatales e incluso federales —notablemente mandos y personal del 27 batallón de infantería— con “Guerreros Unidos”. Sin embargo, la explicación completa y definitiva del caso aún sigue pendiente pues no se ha podido determinar con certeza cómo, por quién y dónde fueron ejecutadas las víctimas y a dónde fueron a dar sus restos. Además, los familiares de los estudiantes desconfían de los elementos del ejército entonces en Iguala —la memoria de los militares en la guerra sucia contra la guerrilla de Guerrero en los 1970 sigue viva— que siempre estuvieron al tanto de las acciones de los narcotraficantes contra los normalistas, pero no hicieron nada por impedirlas.
En fin, que la “la noche de Iguala” se ha convertido en un símbolo más de la gran corrupción y brutalidad del antiguo régimen. La renuncia de Alejandro Encinas como responsable del “caso Ayotzinapa” a fines de 2023, llevó a AMLO a tener que asumir directamente la responsabilidad de desenredar el Nudo Gordiano en que se ha convertido esa investigación y no heredarlo a su sucesora. Para lograrlo el Presidente tiene que estar trabajando ahora a contrarreloj.
En el “caso Ayotzinapa” y por el bien de la moral colectiva, es de desear que en esta tarea final del sexenio y que involucra la definición misma de justicia de la 4ª Transformación, el Presidente logre finalmente “desfacer el entuerto”. Merece cerrar con ese broche de oro una trayectoria política realmente notable.
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