De agudizarse la “guerra sucia” electoral nos podríamos encontrar, de nuevo y para citar a usar a Agustín Yáñez, “al filo del agua” y eso sólo le conviene a locos.
En un sistema democrático las elecciones son el gran medio para dar contenido al derecho ciudadano de apoyar, cuestionar o rechazar al gobierno y proyecto en turno y optar por una alternativa en un contexto libre de presiones. Desde esta perspectiva, la oposición es un actor imprescindible pero cargado de responsabilidades.
El encuentro del votante con la urna puede examinarse como el final de un proceso bastante complejo y que para que genere la legitimidad que potencialmente tiene, es indispensable, entre otras condiciones, que en su caminar hacia el encuentro con las urnas los actores no lo hagan a la sombra de violaciones a las reglas de la equidad y que el conteo de los sufragios se lleve a cabo sin sospechas sobre el resultado. Pero además hay un tercer elemento que, por difuso, es más difícil de definir, pero fácil de captar y que resulta fundamental en la generación o pérdida de legitimidad, tanto del proceso electoral mismo como de sus efectos posteriores en la atmósfera política. Y hoy esa atmósfera en México está enrarecida.
Un ejemplo paradigmático de atmósfera electoral tóxica se tiene al norte de nuestra frontera. La atmósfera de crispación de las elecciones presidenciales de 2020 en el país vecino terminó en un zafarrancho espectacular y en la negativa de los derrotados a reconocer su derrota y calificar de ilegítimo al gobierno actual. Una atmósfera electoral en que el adversario es definido como un enemigo a destruir y no como un contendiente legítimo con el que se debe convivir y negociar es incompatible con la democracia considerada como poliarquía -concepto usado por Robert A. Dahl para caracterizar a los sistemas políticos pluralistas que, pese a distorsiones, finalmente sí responden a las demandas y preferencias ciudadanas.
La poliarquía es un sistema donde el poder no está centralizado y controlado por una persona, grupo, partido o institución, sino que funciona dentro de un esquema de pesos y contrapesos que requieren de una negociación permanente y donde el papel de las oposiciones responsables es insustituible. Si bien en el modelo ideal de democracia el gobierno es siempre receptivo e imparcial frente a las demandas ciudadanas, en la poliarquía, es decir en las democracias realmente existentes, esa receptividad es imperfecta y la oposición juega el papel de vocero de los afectados.
México ya dejó de ser el sistema autoritario priista que fue. En este proceso, la oposición ha jugado un papel clave. Cuando esa oposición se hizo desde la izquierda —neocardenismo, neozapatismo y lopezobradorismo— se forzó al viejo régimen autoritario a abrirse. Pero como el proceso aún lo controlaba el PRI, en el año 2000 optó por entregar la presidencia a la derecha. La alianza de facto PRI-PAN no convenció y propició un triunfo claro de la izquierda lo que, a su vez, llevó a las derechas a concretar una alianza formal (el PRIAN), pero también a emplear a fondo las armas ilegítimas que ya habían usado con gran éxito en 2006: las de la guerra sucia.
En el pluralismo democrático los instrumentos a disposición de los intereses en pugna deben tener límites no sólo legales sino sobre todo morales. Sin embargo, en la coyuntura actual ya es evidente que la oposición ha decidido echar mano de las armas que corrompen el sentido profundo de cualquier contienda electoral democrática. La guerra sucia política busca básicamente engañar al ciudadano al punto en que las razones para emitir su voto estén básicamente fincadas no en sus intereses objetivos, sino en miedos y odios producto de percepciones maliciosamente distorsionadoras de la realidad y difundidas masivamente. El trumpismo norteamericano es hoy ejemplo de los efectos perversos y persistentes de la guerra sucia.
Si la guerra sucia en México persiste y se agudiza como públicamente aconsejan ya ideólogos de la derecha, podríamos estar siguiendo el camino norteamericano, pero dentro del contexto de una estructura poliárquica que aún no cuaja, que no cuenta con defensas sólidas y donde el crimen organizado busca y encuentra oportunidades. Es imposible que el viejo orden donde campeó la derecha ya no puede reconstruirse y que apostar, como lo hacen ahora “los señores de la guerra sucia” por destruir lo que aún está en construcción, puede conducirnos a un callejón sin otra salida que la violencia, lo que ha ocurrido en el pasado cuando los intereses creados no quisieron ver que estábamos al filo del agua.