La virulencia con la que en los últimos tiempos se ha venido acosando desde el poder a la SCJN, a sus miembros y, en particular a su Presidenta (de manera incremental desde que se decidió que, por violaciones graves al procedimiento legislativo, debía declararse la inconstitucionalidad de la primera parte del “Plan B”), nos debe hacer recordar lo lejos que estamos de haber consolidado nuestra democracia y lo cerca que estamos de una posible regresión autoritaria.
Lamentablemente no se trata de un episodio aislado, sino más bien la enésima réplica de un modo de hacer política que, tarde o temprano, se le puede salir de las manos a quien irresponsablemente —en el mejor de los casos— está creyendo que puede lucrar políticamente con la violencia verbal instalada en el discurso gubernamental. Y digo lo anterior, queriendo pensar que lo que está ocurriendo es un mero acto de inconsciencia de alguien que, sin darse cuenta, está jugando al “aprendiz de brujo” y no que es un plan de ejercicio del poder que, en caso de ser necesario, esté eventualmente dispuesto a pasar de la violencia verbal a la violencia física como una idea de lo que es “hacer política” (bajo la premisa de que todo se vale con tal de ejercer y mantener el poder).
Lo peligroso de esa lógica es que, bajo el influjo de la descalificación, la denigración y el acoso discursivo que han desatado en contra de la SCJN tanto la Presidencia de la República como su circuito de “replicantes” (secretarios de Estado, gobernadores, dirigentes partidistas, entre otros), haya quienes se sienten autorizados para instalar un plantón frente a la Suprema Corte (algo que en sí ni es malo ni extraño), descalificar con expresiones soeces a sus integrantes, ejercer actos de intimidación y hasta concretar agresiones en contra de funcionarios judiciales. Se trata de algo que debería encender nuestras señales de alerta y llevarnos a estar preocupados por el futuro de la convivencia pacífica de nuestra sociedad.
Lo peor, es que, por un lado, todo ello ocurre bajo la mirada tolerante (o peor aún, la anuencia) de las autoridades responsables de evitar que la violencia se instale como el modo normal de hacer política. Mientras que, por otro lado, ocurre un ominoso deslinde de responsabilidades por parte de quienes han sido los verdaderos instigadores de esos actos de odio (los altos funcionarios de los gobiernos federal y estatales y los dirigentes de Morena). Es inadmisible que el presidente del partido gobernante afirme que no tiene nada que ver con los hechos porque los agresivos manifestantes “no son morenistas” cosa que, en el colmo del cinismo, se ve agravada con los dichos de los propios violentos en el sentido de que, en efecto, no son morenistas sino “obradoristas”. Actos de esa naturaleza deberían ser rechazados y condenados por todos, con independencia de que se simpatice o no con los motivos de la protesta.
De otro modo se abre la puerta a validar, a partir de las causas “buenas” o “justas” que se persigan, cualquier dicho y acto que, como una espiral incontenible, abona a la intolerancia y, en consecuencia, erosiona los fundamentos necesariamente pacíficos en los que se basa la entera convivencia democrática.
Son premonitorias las palabras de Reyes Heroles en el célebre discurso de Chilpancingo en abril de 1977: “Cuando no se tolera se incita a no ser tolerado y se abona el campo de la fratricida intolerancia absoluta, del todos contra todos”, lo que implicaría, decía, “despertar al México bronco y violento”.
Frente al hecho no puede haber concesiones: la intolerancia y la indisoluble violencia que la acompaña (verbal primero y, casi siempre, física después) debe ser señalada y repudiada si no queremos entrar en un inevitable deterioro democrático.
La historia enseña, aunque la memoria sea breve y el discurso autoritario atractivo y potente: prácticamente todos los regímenes autocráticos de la historia florecieron en un contexto abonado por la intolerancia que es, por definición, el valor antidemocrático por excelencia. No hay un solo caso en el que los regímenes autoritarios no hayan recurrido a la descalificación, estigmatización y condena del contrario, a la conversión de los adversarios en enemigos. Y siempre, invariablemente la cosa ha acabado mal: con la persecución y, en los casos extremos, con la eliminación de los perseguidos.
Defender la democracia, hoy, significa evidenciar, condenar y combatir, al germen y al discurso de la intolerancia y la violencia.
Investigador del IIJ-UNAM