Las democracias modernas son, por definición, representativas. El surgimiento de los Estados nacionales como formas de organización política típicas del mundo moderno y la masificación de las sociedades ocurrida a partir del Siglo XIX, hicieron que los tiempos en los que los ciudadanos podían reunirse en la plaza pública para tomar directamente las decisiones políticas quedaran atrás y las democracias, para ser funcionales, tuvieran que adoptar mecanismos e instituciones de representación política para poder funcionar. Las democracias modernas, se quiera o no, son representativas y resultan impensables sin órganos que permitan darle voz a la pluralidad y diversidad política que distingue a las sociedades contemporáneas y permitir su convivencia y recreación pacífica.

Sin embargo, para nadie es un secreto que las democracias contemporáneas enfrentan, entre otros problemas, una auténtica crisis de la representación política. La mejor prueba de lo anterior es el hecho de que las dos instituciones fundamentales de toda democracia representativa, los parlamentos y los partidos políticos, hoy son, en todos los países democráticos, de las que menos confianza pública suscitan e, incluso, las más desprestigiadas de entre los órganos públicos.

Es cierto que ese descrédito no es necesariamente gratuito. Los frecuentes escándalos de corrupción o de malos manejos públicos que ha involucrado a un sinnúmero de legisladores en prácticamente todos los órganos legislativos del mundo, las recurrentes historias de abusos de poder que desde esas instancias se han cometido, o bien el oportunismo electorero que suele distinguir a los partidos políticos por encima de su dimensión y su identidad programática, han servido de justificadas razones para el surgimiento y reproducción de esa crisis de confianza que, en mayor o en menor medida, hoy los afecta prácticamente a todas las democracias.

Sin embargo, también es verdad que esa desconfianza suele alimentarse de lugares comunes que sostienen que los partidos no representan los verdaderos intereses de la sociedad o que los parlamentos son estructuras caras, obesas, ociosas y disfuncionales que en poco o en nada sirven para atender y resolver los verdaderos problemas que aquejan a la ciudadanía.

México no ha sido ajeno a esa tendencia: desde que finalmente ocurrió la primera alternancia en la Presidencia en el año 2000 y que inauguramos la etapa de gobiernos divididos (en donde el gobierno en turno no cuenta con una mayoría parlamentaria predefinida afín a sus posiciones), se empezó a descalificar a los partidos políticos y a los órganos legislativos. Así, por ejemplo, desde la época de la Presidencia de Vicente Fox —en una tendencia que sería reproducida invariablemente por todos los gobiernos posteriores—, se comenzó a criticar, por un lado, a la “partidocracia” que nos aqueja (por sus costos, por la gran cantidad de partidos, por su cerrazón y falta de apertura con la sociedad, porque no representan a los “verdaderos” ciudadanos, etc.) y, por otro lado, a descalificar a la figura de la representación proporcional tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, promoviendo a la par la reducción del número de legisladores.

A esos atractivos planteamientos, en realidad, les subyace una delicada deriva autoritaria por partida doble: Por una parte, el debilitamiento de los partidos políticos como cuerpos intermedios que permiten institucionalizar la participación política de las y los ciudadanos, sólo produce una potenciación del fenómeno de personalización de la política (es decir, que importan más los liderazgos, el carisma y el carácter personal de los dirigentes que la ideología, los principios y los programas políticos). Por otra parte, el debilitamiento de los parlamentos invariablemente supone un incremento del poder y de las capacidades de acción de los ejecutivos.

La ecuación es infalible; ahí en donde un Poder Legislativo es fuerte, el Poder Ejecutivo está más controlado y acotado; cuando, en cambio, un parlamento es débil invariablemente incrementa la potencia y las capacidades de ejercicio del poder del gobierno. Por eso debería preocuparnos el continuar reproduciendo estereotipos que, con el tiempo solo alimentan esa tendencia autoritaria que se extiende incontenible por el mundo y que en nuestro país ha producido una peligrosa re-concentración del poder en manos del Poder Ejecutivo.

Investigador del IIJ-UNAM

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