La Constitución determina el mecanismo mediante el cual se le pueden realizar adiciones y reformas (art. 135). Para ello, recurre al concurso de una serie de órganos instituidos por la propia norma fundamental y a un procedimiento legislativo agravado respecto al de la aprobación o modificación de las leyes ordinarias.

Así, los cambios constitucionales tienen que ser aprobados por ambas cámaras del Congreso de la Unión con el voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes y por la mayoría de los congresos de los Estados.

Felipe Tena Ramírez, llamó a ese conjunto de órganos “constituyente permanente”. Se trata de una expresión errónea que, no obstante, ha tenido un gran éxito, pero que parte de una gravísima equivocación conceptual en un doble sentido.

En primer lugar, porque el poder constituyente, por definición, es el órgano fundacional de un Estado (el que lo constituye) que expide (o crea) una Constitución y que, para ello, está investido del poder que le ha conferido el pueblo, titular de la soberanía nacional (art. 39) que, si atendemos a lo que estableció Juan Bodino, creador del concepto, implica un poder ilimitado.

Por esa razón, se puede —y se debe— distinguir entre el órgano constituyente (el que crea la Constitución) y los órganos constituidos (los que son creados por aquella). De este modo, dado que la razón de ser del primero es sólo la de instituir la norma que establece y en la que se funda el Estado, tras hacerlo desaparece y, a partir de entonces, sólo quedan los segundos. Cuando el poder constituyente vuelve a presentarse en la historia de una Nación es para crear una nueva Constitución que sustituye a la anterior, pero mientras un texto constitucional tiene vigencia lo único que existe son órganos o poderes constituidos.

En segundo lugar, la función de constituir (que significar crear o fundar una cosa) es, por su propia naturaleza originaria, inicial y única. Pretender que algo se constituye de manera permanente es un sinsentido. La función del poder constituyente es la de constituir al Estado, es decir, instituir a los poderes y órganos que lo componen y establecer sus funciones y límites a través de la expedición de la Constitución.

Por ello: 1) Las instancias facultadas para adicionar o reformar la Constitución son, sin excepción, órganos constituidos, pues la Cámara de Diputados, el Senado y los Congresos locales están credos por nuestra Carta Magna y, como tales, tienen sus facultades expresas y límites claramente determinados por la misma, ya sea que actúen individualmente o en conjunto; y 2) las reformas a la Constitución no son un acto originario (de creación de la misma) sino un acto derivado establecido por la propia carta fundamental.

Además, hay que recordar que los órganos constituidos (incluidos por supuesto los antes mencionados) están ceñidos al principio de legalidad, que implica que están limitados y acotados por lo que la Constitución y las leyes establecen. Esa es la razón por la que todos esos órganos están sujetos a controles en su actuación a través de diversos mecanismos como el Juicio de Amparo, las Acciones de Inconstitucionalidad o las Controversias Constitucionales, que son, todos procedimientos a cargo del Poder Judicial y, en última instancia, de la SCJN que funge como el único órgano límite del Estado mexicano (es decir, aquél que tiene la última palabra, cuyas determinaciones ya no pueden revisarse y además son obligatorias) y por ello es el “custodio” último de la Constitución. De este modo, por definición —y por lógica—, al ser órganos constituidos y por ello tener límites, también los que participan en la tarea de adicionar y reformar la Constitución están sujetos a controles constitucionales en su actuación.

Pretender que las cosas no son así (como lo hace el oficialismo), implicaría aceptar que los principios fundamentales que la Constitución establece, entre otros, los de ser una República representativa, democrática, laica y federal derivados directamente de la “voluntad del pueblo” (art. 40), podrían modificarse por un conjunto de órganos constituidos lo que resulta absurdo. Hay principios definitorios de nuestra democracia constitucional —como el de la independencia judicial— que sólo el poder constituyente (el de a de veras) podría modificar, les guste o no a los autoritarios que nos gobiernan.

Investigador del IIJ-UNAM

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS