La democracia constitucional es la forma más acabada del Estado moderno. Es una construcción que tardó siglos en concretarse y que implica la conjunción de la forma de gobierno democrático con el conjunto de técnicas de limitación del poder que supone el estado constitucional de derecho.
La lógica que inspira a la democracia es el involucramiento del mayor número de personas en el procedimiento de toma de las decisiones políticas. Así, las decisiones colectivas no son impuestas, sino que todos, de alguna manera, han contribuido en su creación y han tenido la oportunidad de que su voluntad, ideas y aspiraciones puedan verse reflejadas en las mismas. Ese hecho permite que en las democracias las personas se encuentren en una situación de libertad —entendida como autonomía— porque las decisiones que los obligan a comportarse de alguna manera no les son ajenas, sino que han sido establecidas implicándolas y tomándolas en cuenta.
Por otro lado, el estado constitucional (o estado de derecho) busca que el poder esté limitado en su ejercicio para evitar su abuso. Ello implica que el gobierno de una sociedad debe estar sometido a un conjunto de reglas, controles y límites establecidos en la arquitectura constitucional y jurídica del Estado para evitar que se pongan en riesgo los derechos y libertades de los individuos que están sometidos a su potestad política. En ese sentido, un poder desbordado, concentrado y arbitrario, como el que caracteriza a los absolutismos, a los despotismos, a las dictaduras o a las tiranías, es la negación misma del estado constitucional.
Lo anterior quiere decir, por un lado, que no basta que haya elecciones libres y auténticas para que exista una democracia. Por supuesto, que sin éstas la democracia es imposible. El derecho al voto sin restricciones ni condiciones que lo vuelvan un privilegio de pocos, emitido en condiciones de certeza y transparencia, es la condición básica de una democracia. Pero eso no es suficiente; además deben existir garantías para que la pluralidad política de una sociedad efectivamente esté representada en los espacios de decisión colectiva (en primer lugar en el Congreso) y un sistema que asegure que todas las expresiones políticas existentes en la sociedad sean respetadas y tomadas en cuenta al definir los contenidos de las decisiones colectivas (particularmente aquellas que establecen las reglas fundamentales sobre las que se establece el pacto social y que están contenidas en la Constitución).
En ese sentido, no es democrático un régimen en donde las mayorías se imponen, sin más, sobre las minorías. En la democracia las minorías también tienen derechos, en primer lugar, los de existir, de ser tomadas en cuenta y de poder convertirse, eventualmente, en mayoría. Así, la mera imposición de la voluntad de la mayoría, como lo hace hoy el oficialismo, no es una expresión de democracia, sino un acto despótico; es, precisamente, la expresión de la “tiranía de la mayoría”.
Por otra parte, el estado constitucional es aquél en donde, además del reconocimiento y garantía de los Derechos Humanos frente a los abusos del gobierno, está establecida la división de los poderes a partir de dos principios fundamentales, los de legalidad y de imparcialidad.
El de legalidad implica que tanto la función ejecutiva como la judicial dependen, en principio, de lo que determine el órgano legislativo y que, salvo casos excepcionales, la creación de normas generales está reservada a este último. La idea es que tanto el Ejecutivo como el Judicial estén acotados y subordinados a lo que establezcan las leyes.
El de imparcialidad, por su parte, supone que los órganos encomendados de la función judicial deben ser independientes frente al Ejecutivo y al Legislativo, de modo que no estén subordinados a los criterios políticos que caracterizan a estos últimos.
La finalidad de ambos principios es simple: controlar al poder y, en particular, al Ejecutivo en el cual se concentra la capacidad de gobierno.
En México caminamos en sentido contrario. El Legislativo, controlado por el morenismo, está completamente plegado a las órdenes del Ejecutivo y ahora, con la reforma al Poder Judicial, se busca su subordinación y control por el gobierno y su partido a través de jueces electos.
La de México ya no es ni democracia, ni constitucional, sino una autocracia electiva.
Investigador del IIJ-UNAM