Una de las reglas centrales de los sistemas democráticos es que la mayoría tiene el poder de decisión política. La teoría política democrática ha generado ríos de tinta justificando las razones detrás de esa regla, pero siempre ha planteado también, invariablemente, que ese poder debe tener límites, fronteras infranqueables y determinadas condiciones de ejercicio.
La democracia nació en el mundo moderno para confrontar el poder despótico de las monarquías absolutas y para permitir la convivencia pacífica de las distintas posturas políticas que coexisten al interior de sociedades cada vez más plurales y diversas.
Por eso, el principal riesgo que corren las democracias es que en ellas el poder se concentre y se abuse, degenerando así en formas autocráticas de gobierno (justo hacia su opuesto). No en balde Alexis de Tocqueville, uno de los grandes teóricos de la democracia identificó al ejercicio omnipotente del poder por parte de las mayorías como el mayor peligro que enfrentan la libertad y los derechos de los individuos. Lo que él llamó la “tiranía de la mayoría” era, a su juicio, tan peligrosa y nociva para la libertad como el despotismo de un solo hombre y, por ello, la primera amenaza que enfrentan las democracias.
En efecto, si la mayoría no respeta ciertos límites en su capacidad de decidir (encarnados por los derechos humanos y por los principios constitucionales), si no se siguen los procedimientos establecidos para tomar las decisiones y si las propuestas que se plantean no se discuten previamente para tratar de generar el máximo consenso e incorporar el mayor número de puntos de vista, entonces una decisión, aunque sea respaldada por una mayoría, no puede ser considerada democrática. Así de sencillo.
Por otra parte, la lógica misma de la democracia implica que el poder se redefina periódicamente a través del voto popular expresado en las urnas, lo que vuelve a una determinada mayoría algo efímero y cambiante. Nuestra breve historia democrática es la mejor prueba de ello: mayorías van y vienen. Precisamente por eso las mayorías no tienen el derecho (en democracia) de decidir lo que quieran y como quieran. Solo las mentalidades autoritarias pueden pensar que el ser una mayoría les permite hacer cualquier cosa.
Nadie puede poner en duda que la supresión violenta de toda oposición, propia del fascismo, o que las leyes raciales del nazismo fueron políticas que, en su momento respaldaron mayorías parlamentarias e, incluso, la mayoría de la población en Italia y en Alemania durante los años 20 y 30 del siglo pasado, pero nadie sensato puede atreverse a sostener que esas decisiones tomadas y respaldadas por la mayoría fueran democráticas. El ejercicio autoritario del poder no deja de ser tal, aunque se sustente en las mayorías.
Lo que hemos visto asentarse como la nueva práctica de ejercicio del poder en los últimos meses, materializada en los vergonzosos episodios de burdo avasallamiento por parte de las mayorías parlamentarias oficialistas en la Cámara de Diputados y ahora también en el Senado es verdaderamente preocupante. El absoluto desprecio que esas mayorías (despóticas) tienen por la lógica parlamentaria (legislar —en democracia— implica discutir, ponderar propuestas y construir consensos, precisamente lo que no hicieron), por las reglas básicas de operación legislativa y por la renuncia a ser un contrapeso del Ejecutivo cuyo titular se erige como el gran (y único) decisor, son una triste constatación de cómo nuestra democracia degenera aceleradamente hacia modalidades autoritarias.
Afortunadamente, la mentalidad autocrática de las actuales mayorías no coincide con hacer bien las cosas. El desaseo legislativo con el que, en su momento, se aprobó el “Plan B” y ahora el paquete de más de una decena de reformas que en menos de una semana avalaron ambas cámaras y que se concretó en el albazo del Senado el pasado sábado, anticipa que, ante las impugnaciones que por cierto ocurrirán, la SCJN echará abajo esos cambios por cuestiones procedimentales elementales (el catálogo de violaciones, faltas y abusos es inconmensurable). El privilegiar la lealtad por encima de la capacidad tendrá un alto costo.
De nuevo la Suprema Corte está llamada a ser el bastión último de preservación de nuestro sistema democrático. Habrá que defenderla frente a los ataques y descalificaciones desde el poder que seguramente arreciarán en el futuro.
Investigador del IIJ-UNAM