Las formas de gobierno no son perennes. A lo largo de la historia, una misma sociedad puede cambiar la manera en la que se organiza, distribuye y regula el poder político. Las razones para que se cambie una forma de gobierno son múltiples y variadas. Las hay tanto internas como externas. Entre las primeras podemos encontrar, guerras civiles, revoluciones, golpes de Estado o bien grandes concertaciones políticas, que implican momentos en los que un determinado régimen político es sustituido por otro, o bien es sujeto a profundas transformaciones. Por otra parte, las guerras, invasiones o presiones internacionales tanto políticas como económicas, son algunas de las causas externas que pueden provocar el cambio de régimen político.
A pesar de su proliferación en el último medio siglo, al grado de haberse convertido, en el marco de la llamada “tercera ola”, en el régimen político predominante, la democracia es una forma de gobierno que enfrenta actualmente muchos desafíos a nivel global que comprometen, en muchos casos, su viabilidad y supervivencia. Casos de franca regresión autoritaria como los de Venezuela o Nicaragua (países hoy abiertamente autocráticos), o de grave erosión democrática (como Polonia, Hungría, Turquía, Estados Unidos o México), evidencian el mal momento que hoy atravesamos.
El principal problema que tienen las democracias es que, por su propia naturaleza, llevan inoculado en su lógica de funcionamiento el germen de su potencial destrucción: la posibilidad que sus detractores lleguen al poder a través de los propios procedimientos democráticos y, una vez ahí, utilicen la potencia y los mecanismos del Estado para desmantelarla desde adentro (tal como Levitsky y Ziblatt han señalado en Cómo mueren las democracias, Ariel, México, 2018). No es algo nuevo, así ocurrió con el fascismo en Italia y con el nazismo en Alemania en los años 20 y 30 del siglo pasado, respectivamente. Se trata de ejemplos históricos terribles que vale la pena tener presentes en estos tiempos, como advertencia de los riesgos que corremos.
¿Cómo proteger a las democracias frente a personajes autoritarios y sin escrúpulos que, como opositores, demandan condiciones de apertura, equidad y de mejora democrática para, aprovechándose de ellas, alcanzar el poder a través de elecciones y, una vez ahí, dinamitar las instituciones de control y la posibilidad futura de elecciones auténticas?
La única solución, de la que depende la subsistencia misma de las democracias, es que —a pesar del legítimo desencanto que hoy cunde y se propaga, por la incapacidad que muchos gobiernos democráticamente electos han demostrado para solucionar los problemas cotidianos de la población— la ciudadanía defienda a la democracia frente a los intentos por desacreditarla, deteriorarla y, al final, desmantelarla.
John Keane, en Vida y muerte de la democracia (FCE-INE, México, 2018), hace un recuento de cómo han surgido y desaparecido sistemas democráticos a lo largo de la historia de la humanidad y concluye que, aunque las razones para el declive y desaparición de una democracia son múltiples y variadas, dependiendo de cada caso y circunstancia, siempre que ello ocurre están presentes dos elementos concurrentes.
Por un lado, invariablemente encontramos individuos empeñados en criticar, atacar, erosionar, subvertir y, finalmente, destruir las instituciones, reglas y procedimientos democráticos. Esos son a los que Keane denomina culpables de la muerte de una democracia.
Pero para que aquellos efectivamente tengan éxito, se requiere, además, la presencia de personas (suelen ser muchas, incluso son, a veces, la mayoría) que por indolencia (“¡a quién le importa!”), menosprecio (“¡no va a pasar nada!”) o, peor aún, por miedo, dejan actuar a los culpables. Estas son definidas por Keane como las responsables de que esa democracia fenezca.
La supervivencia de las democracias requiere que la ciudadanía cobre conciencia de los riesgos que se viven y actúe en defensa de aquella contra ellos; tal como ocurrió, por ejemplo, en Polonia con la reacción ciudadana que echó del gobierno en las elecciones de 2023 al antidemocrático partido “Ley y Justicia”.
Por ello nos toca, asumiendo nuestro compromiso como ciudadanos, convertirnos en defensores de nuestras democracias, sin descanso ni flaquezas, para no terminar por ser responsables de su eventual fracaso.
Investigador del IIJ-UNAM