El presidente López Obrador presentó al Senado una nueva terna con sus propuestas para ocupar la vacante en la Suprema Corte de Justicia de la Nación que dejó la intempestiva renuncia de Arturo Zaldívar, quien colgó la toga para pasar a hacer política de manera abierta en el equipo de campaña de la candidata del partido oficial, Claudia Sheinbaum.

Hablar de una nueva terna es un decir. Aprovechándose del absurdo precedente que establece que basta con que se cambie a uno de los nombres originalmente propuestos para que se considere jurídicamente una terna distinta, el presidente sustituyó a su Consejera Jurídica, María Estela Ríos (la candidata de las propuestas originales que menos votos obtuvo en el Senado y que en su comparecencia llegó a sostener, de manera escandalosa, que, de llegar a ser jueza constitucional, privilegiaría el arreglo político entre las partes que la aplicación de la ley y la Constitución, porque eso le parecía una actitud muy democrática), por Eréndira Cruz Villegas, jefa de la Unidad de Asuntos Jurídicos de la Secretaría de Cultura.

La “nueva terna”, al mantener a Bertha Alcalde, comisionada de operación sanitaria de la Cofepris y a Lenia Batres, consejera jurídica adjunta de la Presidencia, de nueva cuenta propone a tres funcionarias del gobierno que se han desempeñado como subordinadas del presidente. En ese sentido, el titular del Ejecutivo reitera su intención públicamente declarada de contar, no con juristas independientes, autónomas y de prestigio en el máximo tribunal, sino con personas leales a su proyecto que actúen como correas de transmisión de los intereses de la sedicente “cuarta transformación”.

Como lo ha señalado en estas páginas José Woldenberg, el hecho representa un auténtico desprecio por el sentido que encarna el diseño constitucional que involucra a dos poderes, al Ejecutivo y al Legislativo, en el mecanismo de designación de los miembros del poder restante, el Judicial; el primero proponiendo candidaturas a través de ternas, y el segundo nombrando con una mayoría calificada a la mejor (o al menos a la más aceptable) de esas propuestas, de modo que exista un consenso entre esos dos poderes respecto a quienes juegan el rol de arbitraje último de las disputas y de las controversia legales en el país.

En cambio, el presidente juega, con desparpajo, al chantaje franco y abierto: sabedor de que, si no resulta aceptada alguna de las propuestas de su segunda terna, él puede designar libremente a la que quiera, busca arrinconar al Senado planteando, nuevamente, a perfiles incondicionales a su proyecto político.

El presidente, fiel a su estilo, utiliza un mecanismo constitucional previsto como una salvaguarda de último recurso para estimular la generación de consensos en la cámara alta, la designación directa por parte del Ejecutivo, para amagar y arrinconar, en lugar de buscar construir consensos. En vez de proponer perfiles que resulten aceptables para todos y que puedan propiciar acuerdos, se juega a la imposición: “o nombran a algunas de las que yo quiero o la nombro yo”. Poco cuenta el riesgo de la infamia de pasar a la historia como el primer presidente que utilizó el “dedazo” para nombrar a una jueza constitucional o, por parte de las aspirantes, de llegar el cargo con el estigma de no contar con una validación democrática en su origen. El sentido común, la lógica democrática y la decencia son valores que no tienen cabida en la ecuación del agandalle.

Este episodio evidencia que en el proceso de consolidación y fortalecimiento de nuestra democracia todavía queda pendiente la remoción de las figuras que permiten el ejercicio abusivo del poder como la mencionada posibilidad de una designación directa de un ministro de la SCJN por parte del titular del Ejecutivo introducida en texto del artículo 96 constitucional en la reforma de 1994.

En lugar de estar discutiendo propuestas que únicamente buscan politizar el rol de las y los ministros de la Suprema Corte, como el planteamiento de que sean electos popularmente, deberíamos pensar si no es mejor, como ocurre en otras democracias, que, si las propuestas del Ejecutivo son rechazadas, éste tenga que presentar otras hasta que el consenso se logre. Más vale tener una SCJN incompleta por un cierto periodo, a tenerla permanentemente capturada políticamente por un poder cuyos actos tiene por misión vigilar y controlar.

Investigador del IIJ-UNAM

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