Una de las primeras cosas que Arnaldo Córdova le enseñaba a sus alumnos era que la Constitución es, ante todo, un pacto político. Cualquiera que se precie de ser haber asistido a sus clases debería saberlo, porque era un punto en el que solía ser particularmente incisivo e insistente.
En realidad, el de Constitución es un concepto que a lo largo de la historia del pensamiento político y jurídico ha tenido una pluralidad de significados que hacen énfasis en aspectos que no son todos, necesariamente, compatibles entre sí. Así, al menos pueden identificarse cinco grandes usos de “Constitución”: 1) el que la entiende como una forma de gobierno (que de hecho fue el significado que originalmente le dio Cicerón); 2) el que le da la corriente del institucionalismo jurídico decimonónico y de la primera mitad del siglo pasado, y que la asume como la expresión de los equilibrios que guardan entre sí los factores reales de poder en una sociedad (tal como la concibieron Lassalle, Hauriou, Santi Romano y Schmitt); 3) el que utiliza el positivismo jurídico y para el cual es la norma positiva de mayor jerarquía dentro un sistema jurídico (como la definió Kelsen); 4) el que, a partir del contractualismo moderno, la entiende como el pacto político fundante y estructurador de una sociedad (como la conciben Locke, Rousseau, Kant y más recientemente Rawls), y, finalmente 5) el que utiliza el garantismo y para el que la Constitución es el conjunto de técnicas y mecanismos de control y de limitación del poder (tal como lo plantea Ferrajoli).
Me centro aquí en el cuarto de los usos mencionados, en el cual Arnaldo Córdova enfatizaba. Concebir que la Constitución es un pacto político en el que se establecen las características y estructura de los órganos del Estado (el diseño de las instituciones políticas de un país), así como las reglas mediante las que el gobierno se relaciona con la sociedad y con los individuos que la componen, supone que ni el poder ni su ejercicio cayeron de lo alto o son el producto de una imposición (ni siquiera por parte de una mayoría), sino el resultado de un acuerdo común que da origen y sentido al Estado mismo.
Esa es, precisamente la lógica que subyace al contractualismo moderno que asume que, tanto el Estado como la sociedad, son el resultado de un acuerdo primigenio mediante el cual los individuos establecen las bases de la convivencia común y además instituyen a los órganos de gobierno de la colectividad. Ese acuerdo político fundacional se plasma así en la Constitución, que se convierte en la expresión misma de ese pacto.
Evidentemente, las sociedades cambian y sus necesidades también, por eso la Constitución no es inmutable y puede —e incluso, debe— transformarse para acompañar y ajustarse a esos cambios. Pero si la Constitución es el reflejo del acuerdo político sobre el que se funda una sociedad, los cambios que con el tiempo se le vayan realizando también tienen que ser el resultado de un consenso generalizado que paulatinamente se va renovando entre todos los sectores y actores relevantes de la sociedad. La Constitución es así, en todo momento, en cuanto expresión del consenso colectivo, el punto de referencia de todas y todos los miembros de una sociedad con independencia de su diversidad y de sus legítimas diferencias. La Constitución representa el ámbito de encuentro común, en el que todos nos reconocemos y que aceptamos como nuestra casa colectiva, como el espacio en el que todas y todos los integrantes de una sociedad cabemos.
Esa es la razón de que todo cambio constitucional requiera de mayorías calificadas: evitar que una simple mayoría se imponga sobre el resto y fije como coordenadas colectivas no las que resultan de un amplio acuerdo, de una convención general, sino sólo las posturas e intereses de una parte —aunque sean los de la mayoría del momento—.
Por eso resulta preocupante que, con su propuesta de 20 reformas constitucionales, López Obrador, pretenda imponer que es su particular y parcial visión de país y no la que resultaría de un amplio arreglo y consenso político. Pero así es —y siempre ha sido— su concepción de la política, no la que supone el sumar y construir colectivamente, sino la que pretende imponerse y avasallar a quién no está de acuerdo. Una visión, simple y sencillamente, autoritaria.