Las sociedades no son agregados aleatorios de individuos que se encuentran en un cierto momento y que a partir de entonces conviven por mera casualidad. Se trata, por el contrario, de conglomerados de individuos que se fundan en ciertos elementos compartidos por las personas que las integran y que les permiten identificarse entre sí y construir conjuntamente un destino común en el tiempo. Esos elementos, que sociológicamente constituyen la base de las identidades colectivas, pueden ser diversos y tener naturaleza distinta: un origen o una historia común, una misma lengua, una cultura compartida, una determinada religión o ciertas creencias, el compartir un conjunto de reglas de conducta (normas o leyes), e incluso la raza, pueden constituir esos elementos agregadores que sustentan la unidad y convivencia de ese conjunto de individuos al que llamamos sociedad.

Ahora bien, las sociedades pueden ser democráticas o no en su funcionamiento, con independencia de los elementos identitarios que las sustentan. De hecho, la democracia es, de entrada, un conjunto de reglas para tomar las decisiones colectivas en donde todos a los integrantes de una comunidad se les reconocen derechos de participación política y por lo tanto la prerrogativa de intervenir en el proceso de conformación y determinación de las decisiones colectivas (es decir, de las decisiones políticas), ya sea adoptándolas por ellos mismos —en las democracias directas— o bien eligiendo a sus representantes que serán los responsables de decidir por su nombre y cuenta —en las democracias representativas—.

La lógica que sustenta a los regímenes democráticos, así, es la de buscar ampliar el número de personas en el procedimiento de decisión colectiva al máximo, de modo que los excluidos (y a los que dichas decisiones colectivas les son, por lo tanto, ajenas) sea el menor número posible. Para lograrlo, las democracias suelen expandir el estatus de ciudadanía (es decir, de a quienes se les reconoce la titularidad y el ejercicio de los derechos de participación política) estableciendo sólo algunas condiciones básicas para obtenerlo, como suelen ser la edad (generalmente 18 años) y la nacionalidad o, en algunos casos, sólo la mera residencia continuada durante algún tiempo preestablecido. Por ello algunas condiciones de dicho estatus que en el pasado fueron aceptables en las primeras democracias liberales modernas (tales como el sexo, la religión, la raza o la condición económica —tener una cierta renta—) pronto fueron suprimidas por considerarse como excesivas y excluyentes.

Por eso los elementos de identidad no pueden, ni deben confundirse con las condiciones exigidas para el ejercicio de los derechos políticos, ni tampoco aquellos son necesariamente compatibles con una forma de gobierno democrática. En efecto, cuando los elementos de identidad no solo son utilizados para fundar ciertos lazos de comunidad, sino también para identificar y estigmatizar a quienes no los comparten, sólo hay un paso para terminar por excluirlos y marginarlos. Más aún, algunos de esos elementos identitarios, como la raza, la religión o el profesar determinadas creencias o convicciones políticas, pueden destruir o al menos ser refractarios con la democracia al conformarse como la base para decidir a quienes se les reconoce el derecho a participar en política y a quienes no.

La democracia, por el contrario, supone aceptar las diferencias y, a partir de una lógica fundada en la tolerancia con quienes son o piensan distinto, aceptar su inclusión y, por lo tanto, el derecho que tienen de incidir, igual que todos los demás, en los procesos de decisión política.

Ello significa, en consecuencia, asumir que más allá de ciertos elementos básicos que nos distinguen como sociedad, en realidad no somos un conglomerado de individuos homogéneo y monolítico (como algunos pretenden al referirse al pueblo como si este fuera una entidad cierta, clara e identificable con voluntad propia), sino un conjunto de individuos que, compartiendo ciertos rasgos comunes (como una historia o determinada cultura) tenemos profundas diferencias que son el resultado del ejercicio de nuestros legítimos derechos y, por ello, absolutamente válidas bajo la lógica de la democracia por lo que deben ser protegidas y garantizadas. Si ello no ocurre, simplemente no hay, no puede haber, democracia.

Investigador del IIJ-UNAM

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