En todo sistema político existen muchas instituciones cuyo órgano de dirección es colegiado, esto es, integrado por varios miembros que son responsables, conjuntamente, de decidir.

En esos casos, como es obvio, el proceso decisional es más complejo frente a lo que ocurre en los órganos unipersonales en donde las resoluciones coinciden con la voluntad individual de quien los encabeza. En las instancias en donde las resoluciones son colegiadas, se impone, de entrada, la necesidad —y la obligación— de construir consensos entre las personas (o al menos a la mayoría requerida) responsables de decidir.

En ese sentido, los órganos colegiados necesariamente acotan la discrecionalidad en la toma de las decisiones dado que, para ser posibles, éstas requieren que las posturas individuales de cada uno de sus miembros tengan que pasar por el tamiz de la discusión colectiva y de la generación de acuerdos. Por eso, las decisiones de una instancia plural tienen, por definición, un carácter más democrático que las de un órgano unipersonal, pues aquellas suponen superar la criba que implica la construcción de consensos, mientras que las segundas dependen de una sola voluntad por lo que su rasgo autocrático es mucho más fuerte.

Hans Kelsen, el gran teórico de la democracia del siglo XX, lo decía con toda claridad: lo que distingue a un régimen democrático de uno autocrático es, precisamente, su “tendencia al compromiso”, es decir, a que las decisiones no sean totalmente conformes a la voluntad de unos (la mayoría) ni sean totalmente contrarias a las de otros (minorías).

Para lograr lo anterior, es necesario, ante todo, el diálogo, la capacidad de escuchar a los otros y la disposición a ceder en sus propias pretensiones o posiciones en aras de lograr el consenso necesario para generar el acuerdo del que depende una decisión.

Ello implica que quienes forman un colegiado asuman que frente a las posturas de principio y a sus propios irreductibles personales, deben anteponer la propia tolerancia y disposición de entendimiento ante las posturas de los otros a fin de llegar a puntos de coincidencia, que no necesariamente existen a priori sino que deben construirse, en ocasiones, con mucho trabajo y disposición a ceder para construir. Naturalmente, en ello siempre existen límites, pero éstos deben definirse en cada tema y ocasión a partir de la importancia de cada decisión.

Quien no está dispuesto a jugar con esa lógica, quien pretende invariablemente imponer sus puntos de vista o no ceder un ápice en aras del consenso, o no entiende su rol en un colegiado o es, simple y sencillamente, un saboteador.

Quienes hemos tenido el privilegio de integrar órganos colegiados (yo fui consejero electoral del IFE poco más de dos años y consejero presidente del INE —es decir, el principal responsable de propiciar los acuerdos— por otros nueve) podemos dar fe de la complejidad que implica generar los consensos necesarios para alcanzar las mayorías exigidas por la ley para decidir.

Construir mayorías es arduo y complejo, pero necesario. La premisa básica para lograrlas depende de entender la razón de por qué los órganos electorales (tanto administrativos como jurisdiccionales) son, todos sin excepción, instancias colegiadas y no unipersonales: la certeza y la confianza que se requiere en las elecciones no puede depender de la voluntad discrecional de un funcionario —por muy calificado y respetado que sea—, sino de los consensos que derivan de la necesidad y exigencia que implica tener que ponerse de acuerdo. Así las decisiones se enriquecen de los puntos de vista distintos y nadie puede achacarles intencionalidades personales o parciales. En ello radica, aunque hay quien podría pensar lo contrario, la fortaleza de sus decisiones.

Por supuesto, construir acuerdos es molesto y farragoso, pero en el ámbito electoral la ley establece que las decisiones unipersonales son una rarísima excepción (y así debe ser). Por eso preocupa, que esa excepcionalidad, con el absurdo aval del Tribunal Electoral, hoy se esté convirtiendo en regla en el INE.

Ojalá que por el bien de la elección y de la democracia, quienes dirigen (colegiadamente) al INE y al TEPJF entiendan que los consensos son una necesidad, no una exquisitez y que, para ello, todas y todos sus miembros son responsables, sin excepción.

Investigador del IIJ-UNAM

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