El control y limitación del poder, del político en primera instancia, pero también de los otros poderes que coexisten en la sociedad (el económico y el ideológico, para seguir la clásica distinción de Max Weber), es la razón de ser de las democracias constitucionales.

De hecho, el constitucionalismo moderno nace como una corriente del pensamiento que, contraponiéndose a la concentración y ejercicio absoluto del poder político, ha planteado una serie de técnicas y contrapesos institucionales para acotar, regular y controlar la acción del Estado con el fin de proteger a los individuos en sus derechos y libertades fundamentales frente a los abusos que, de otra manera, puede cometer el poder público en su contra.

Y es que el poder tiende por sí mismo al abuso, de manera inevitable, si no existen frenos, límites y controles en su ejercicio. No es que sea algo bueno o malo, es parte de su propia naturaleza, así de sencillo.

Para explicarlo, en mis clases de Teoría de la Constitución suelo recurrir a una anécdota de cómo un sabio profesor de la Facultad de Arquitectura de la UNAM solía iniciar sus cursos de “Hidráulica”. Para entender la potencia destructiva del agua y por lo tanto la necesidad de canalizarla, jugar con las pendientes, cuidar los sistemas de drenaje y procurar la impermeabilización que son indispensables para salvaguardar toda construcción, el arquitecto Héctor García Olvera les pedía a sus alumnos que entendieran la que a su juicio era la Ley Fundamental de la Hidráulica: “¡El agua es cabrona!” decía. Del mismo modo, sostengo yo, el Derecho Constitucional debe partir de la siguiente premisa básica: “El poder es como el agua”, por eso es indispensable regularlo, acotarlo y controlarlo.

Esa es la razón por la cual el primero y más básico de los principios de limitación del poder, la división de poderes, parte de la idea (que se debe a Locke y a Montesquieu) de que el poder debe separarse para que cada una de las funciones principales del Estado, la legislación, la ejecución (aplicación) de las leyes, y la impartición de justicia, estén encomendadas a órganos independientes y autónomos entre sí de modo que “el poder se controle a sí mismo”. La idea es que cada uno de esos apartados del poder estatal funja como un contrapeso de los otros para evitar que alguno de ellos pueda concentrar y, por lo tanto, abusar de sus funciones más allá de los límites que le corresponden.

Esa premisa fundacional del estado constitucional moderno, que se plasmó en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (“Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”), implica que, ni siquiera en las democracias, en donde, por definición las mayorías tienen el derecho de tomar las decisiones colectivas, éstas tienen el derecho absoluto de hacer lo que quieran.

En una democracia constitucional, en efecto, ni siquiera el derecho de decidir que tienen las mayorías puede alterar las premisas básicas de limitación y control del poder mismo sin convertirse a la vez en un despotismo.

La propuesta de elección de los jueces, magistrados y ministros (tanto en el plano federal como en el local), uno de los ejes refundacionales del diseño constitucional que pretende el llamado “Plan C”, es, en realidad, una manera para que una fuerza política, hoy mayoritaria, se haga del control del Poder Judicial y por lo tanto deje de fungir como contrapeso a los otros poderes (el Legislativo y Ejecutivo que, precisamente por el hecho de que sus integrantes son electos mediante el voto popular, son poderes de naturaleza política).

El servilismo y subordinación con el que se ha venido comportando la mayoría morenista en las cámaras del Congreso frente a las pretensiones —instrucciones, más bien— del titular del Ejecutivo en los últimos seis años, traducida en el “no cambiarle ni una coma” a sus iniciativas, hoy se pretende permee en el Poder Judicial, para que, como ocurría en los peores tiempos de la larga noche autoritaria que caracterizó nuestra vida política en el siglo pasado, vuelva a instalarse entre nosotros e idea de que la división de poderes, baluarte moderno de la limitación del poder, exista sólo en la letra y, en los hechos, vuelva a ser “papel mojado”, retomando la analogía de que el poder… es como el agua.

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