La de ayer fue una jornada legislativa ominosa en donde se consumó, sin una discusión seria, sin condiciones adecuadas y sin el ánimo de construcción de amplios consensos —que debería suponer toda reforma constitucional—, el primer paso de la transición al autoritarismo en México.
La falta de vergüenza del oficialismo se resume en la frase con la que el dirigente de Morena explicó la prisa y, de paso, el servilismo y vasallaje frente al caudillo que encarna el morenismo: la reforma al Poder Judicial “es un regalo de despedida para el presidente”.
Los cambios implican efectos letales para el estado de derecho y el fin del principio fundacional de toda democracia constitucional: la independencia judicial (como lo ha advertido reiteradamente la relatora de la ONU sobre el tema), para abrir la puerta (ese es el verdadero propósito) al control político de la justicia.
Por un lado, México se apresta a convertirse en el único país del mundo en donde todos los juzgadores —federales y locales—, sin excepción, van a elegirse popularmente y, además, el único, junto con Bolivia (que es el mejor ejemplo de cómo la elección de jueces lo único que produce indefectiblemente es la subordinación de la justicia a los intereses políticos) que designará a sus jueces constitucionales a través del voto popular directo.
De nada sirvieron los llamados a la mesura y a la reflexión que los organismos internacionales, organizaciones de abogados, academia, grupos de estudiantes de derecho y la opinión pública han venido haciendo. Vaya, ni siquiera tuvo peso el avergonzante desmentido que el embajador de los Estados Unidos hizo de las falsas afirmaciones que la presidenta electa y su futuro secretario de Economía realizaron para justificar la reforma en el sentido de que en 43 estados del vecino país del norte se eligen a los jueces (como lo aclaró Ken Salazar, en su país ningún juez federal es electo con el voto ciudadano y, en los pocos estados donde ello ocurre, ni todos los jueces locales son electos ni a todos los que sí lo son se les elige con el voto directo de los ciudadanos). La mayoría oficialista, obsequiosa con la voluntad presidencial de dinamitar desde sus cimientos a una de las tres patas del Estado que le resulta incómoda, porque su función es la de controlar los abusos del poder, operó, en cuestión de horas, la aprobación de la reforma en la Cámara de Diputados, y dinamitó una construcción, sin duda llena de pendientes y de áreas de mejora, que nos llevó 30 años concretar.
Pero la reforma no sólo implica elegir a los jueces para que, desde ahora, juzguen no con independencia, sino con base en la voluntad de las mayorías que los elijan (con lo que el Poder Judicial, y con él la vigilancia y garantía de los Derechos Humanos que tiene encomendada, dejarán de ser un mecanismo de protección de las minorías frente a la voluntad —ahora omnímoda— de las mayorías, como lo ha planteado Luigi Ferrajoli), sino que implica una constelación de riesgos para la democracia y para su consustancial control del poder.
En efecto, por un lado, se suprime al Consejo de la Judicatura y se sustituye por un órgano de administración y por un Tribunal de Disciplina Judicial que tendrá a su cargo vigilar la actuación y conducta de todos los juzgadores federales. Los miembros de este órgano —que también serán electos popularmente—, actuarán como auténticos “comisarios políticos” encargados de poner en orden a todo juez que se atreva a contravenir “los principios de excelencia, profesionalismo, objetividad, imparcialidad e independencia” (entiéndase, la voluntad de las mayorías que los eligieron), sin que sus resoluciones puedan ser impugnadas por ninguna vía (algo contrario al principio de seguridad jurídica, porque se conforma, con ello, un poder arbitrario)
Por otro lado, se elimina la posibilidad para que, en adelante, la SCJN pueda determinar la suspensión de las normas impugnadas mediante Acciones de Inconstitucionalidad o Controversias Constitucionales, del mismo modo que se suspenden los efectos generales derivados de sentencias de Juicios de Amparo, a pesar de que sus efectos puedan dañar derechos de manera generalizada. Así, se acota sustancialmente el efecto protector de derechos que la justicia federal puede ejercer frente a las normas inconstitucionales y se refrenda el principio decimonónico de “relatividad” de las sentencias” (solo valen para quien impugnó).
El retroceso, digan lo que digan, es grave y evidente.
Investigador del IIJ-UNAM.