Uno de los rasgos distintivos de toda democracia constitucional es la necesaria existencia de mecanismos de control de la constitucionalidad de las decisiones que toman las autoridades del Estado. Ello significa que en el diseño institucional de esos regímenes políticos deben existir mecanismos para que cuando los actos de alguna autoridad vayan en contra del marco constitucional porque violen los derechos de los gobernados, invadan competencias reservadas a otros órganos públicos, o bien vulneren los límites y modalidades que las normas le establecen a sus actuaciones (principio de legalidad), puedan ser impugnados y, en su caso, revocados.
El objetivo es que se garantice la “regularidad del orden jurídico”, es decir, que los actos de todas las autoridades se ajusten a lo que establecen las normas y, con ello, prevalezca el estado de derecho y, en primera instancia, lo que establece la Constitución.
Ese principio básico de las democracias constitucionales constituye la principal garantía para evitar el abuso del poder y encarna la versión moderna del principio aristotélico de la prevalencia del “gobierno de las leyes” sobre el “gobierno de los hombres”. Dicho de otra manera, es el mecanismo primordial para asegurar que el gobierno de una sociedad se rija con base en los mandatos plasmados en las normas y no a partir de la arbitraria voluntad de quienes ejercen el poder público. Esa es la principal diferencia entre los regímenes constitucionales y los gobiernos autoritarios.
Esa delicada y fundamental función de vigilancia sobre el poder público para garantizar que su ejercicio se ajusta a lo establecido en la Constitución está normalmente conferida a jueces y/o tribunales especializados (aunque en algunos regímenes jurídicos en los que prevalece el así llamado “control difuso de constitucionalidad”, como el norteamericano, cualquier juez puede ejercer esa función).
En México, esa facultad es ejercida por los Jueces de Distrito y los Tribunales Colegiados de Circuito encargados de procesar los Juicios de Amparo, por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (en el ámbito electoral) y por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esos órganos jurisdiccionales son los guardianes del orden constitucional y, por lo tanto, los garantes de que las autoridades del Estado ejerzan su poder dentro de los cauces y límites establecidos por la Constitución.
Debido a lo anterior, no debería llamar la atención que las resoluciones que en ejercicio de esa atribución emiten esos órganos de justicia constitucional puedan suspender o incluso revocar actos de los poderes ejecutivos, legislativos, judiciales ordinarios, o bien de órganos constitucionales autónomos (de toda autoridad, en síntesis), cuando éstos contravengan lo que establece la Constitución. Es no sólo algo previsible sino indispensable para evitar que el poder desborde al derecho.
Por eso es injustificable y profundamente peligroso que desde el Ejecutivo y el Legislativo federales reiteradamente se descalifique a los órganos de control de la constitucionalidad cuando sus resoluciones suspenden o anulan actos de esos poderes. Hace algunas semanas, por ejemplo, la Consejería Jurídica de la Presidencia acusó al ministro Javier Laynez, luego de que éste decidió suspender la aplicación de la reforma electoral conocida como “Plan B” hasta que se resuelva el fondo de la Controversia Constitucional que presentó el INE, de “violentar” la Constitución y de “arrancar páginas” de la misma. Paralelamente, el mismo Presidente de la República y algunos legisladores morenistas descalificaron esa decisión judicial calificándola de inédita, injusta y arbitraria y al ministro Laynez de actuar políticamente, de “tener el emblema del conservadurismo” y de asumirse como “alteza serenísima”, entre otras estridentes acusaciones.
Ese ejemplo, que suele repetirse con preocupante frecuencia y desparpajo desde el gobierno y los circuitos oficialistas cada vez que alguna resolución judicial contraviene los intereses del poder, no solo constituye un mecanismo de presión inaceptable en el contexto de una democracia constitucional, sino la evidencia de un talante autoritario que vuelve indispensable que desde la sociedad se respalde y arrope la función y las actuaciones de los órganos de control de la constitucionalidad, con independencia de que sus resoluciones puedan gustarnos o no.