La democracia es, por definición, un régimen que pervive en un ambiente de tolerancia sustentado en un arreglo político en el que todos los integrantes de una comunidad aceptan convivir, respetuosamente entre sí, a pesar de sus diferencias (mismas que, en principio, son asumidas recíprocamente como legítimas).
De hecho, la democracia es la única forma de gobierno en la que todas las posturas políticas, ideológicas y religiosas pueden coexistir en paz sin el riesgo de que alguna de ellas sea perseguida —con independencia de que sea marginal o minoritaria— por las otras o, peor aún, por el poder. En ello reside su esencia y valor, lo que, además, constituye su principal diferenciador respecto de las autocracias, en las que, por el contrario, el señalamiento y negación del “otro”, su eventual descalificación, denigración y hasta su persecución, son su característica distintiva.
Como lo teorizó Carl Schmitt en El concepto de lo político (libro en el que explica su concepción de la política y de su particular idea de democracia y que se convirtió en un texto precursor del nazismo —prototipo, con el fascismo, de los regímenes autoritarios del siglo XX—), la necesidad de identificar a un enemigo al cual contraponerse, combatir y, eventualmente, eliminar, constituye la lógica vital de todos los regímenes autocráticos. En efecto, para Schmitt, la verdadera política no era el intento de matizar las diferencias a partir de la búsqueda de acuerdos y de consensos en la toma de las decisiones colectivas, como lo propone la tradición democrática, sino, por el contrario, la exacerbación de esas diferencias hasta llevarlas al conflicto, a la vez inevitable y necesario, para que la auténtica política (plasmada en la contraposición existencial “amigo-enemigo”) pueda expresarse.
Así, para el pensamiento autocrático, el señalamiento de un enemigo (real o inventado) se convierte en una condición existencial de la propia identidad política. Por eso, invariablemente, todos los autócratas a lo largo de la historia han hecho que la cohesión de sus seguidores en torno a su proyecto y sus planteamientos políticos dependa de la identificación, señalamiento y descalificación de sus adversarios (generalmente asumidos como responsables de todos los males y como depositarios de toda malignidad). Ese es el ABC del razonamiento autoritario.
Por eso, en democracia los tonos del discurso público importan y mucho. La recreación de la convivencia pacífica en una sociedad plural y diversa, como son todas las modernas, sólo puede ocurrir a partir de una discusión recíprocamente respetuosa y tolerante sobre los asuntos públicos. En cambio, la ofensa y la descalificación solo alimentan la intolerancia y la confrontación.
Es precisamente por esa razón que, en el discurso en el que explicó la lógica de la reforma política de 1977 (misma que detonó el largo y gradual, pero a la postre profundo proceso de transición a la democracia en México), Jesús Reyes Heroles señaló: “Cuando no se tolera se incita a no ser tolerado y se abona el campo de la fratricida intolerancia absoluta, de todos contra todos. La intolerancia sería el camino seguro para volver al México bronco y violento”.
Por eso resultan muy preocupantes los tonos de polarización y de agresividad verbal que en los tiempos actuales ha alcanzado la discusión pública en nuestro país. Tanto desde el gobierno, como desde algunos sectores de la oposición, se alimenta cotidianamente una serie de narrativas que en nada ayudan a la convivencia democrática y que recuerdan peligrosamente a las que precedieron hace un siglo a los peores experimentos totalitarios de la historia contemporánea. Y es que, inevitablemente, la democracia se pone en grave tensión, y hasta en franco riesgo, cuando prevalecen los radicalismos y la intolerancia.
Por eso, en un contexto lamentablemente caracterizado por las reiteradas y abusivas agresiones y descalificaciones lanzadas desde los circuitos del poder, en nada ayudan a la salvaguarda de la democracia las posturas que descalifican, con expresiones igualmente estridentes y polarizantes, al gobierno y su partido, por el contrario, abonan y le son funcionales a las lógicas autoritarias que flotan en el ambiente.
Ojalá que, ante las genuinas expresiones ciudadanas en defensa de nuestra institucionalidad democrática que estamos presenciando, se cobre consciencia de que la virulencia discursiva de algunos puede terminar por intoxicar a la democracia misma y hacerle el juego a quienes lucran de la confrontación.
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