Las campañas concluyeron ayer y hoy empezó el llamado “periodo de reflexión” previsto en la ley electoral para que las y los ciudadanos podamos hacer una cavilación final sobre el sentido de nuestro voto de cara a la elección del próximo domingo 2 de junio.

Durante meses (muchos más incluso de los que prevé la legislación electoral, en lo que hoy queda claro fueron precampañas anticipadas) hemos escuchado a las diferentes candidaturas presentarnos sus diagnósticos sobre los problemas nacionales y sus propuestas para resolverlos. Estos han sido, como son y deben ser las campañas electorales, tiempos de promesas, críticas, propuestas (tal vez estas últimas más escasas y sustantivas de lo que hubiera sido deseable, pero es lo que es y tenemos lo que tenemos) y también, como suele pasar, de muchas mentiras.

Sin embargo, me parece que una de las razones más importantes para decantar nuestro voto tiene que ver con el elemento que introdujo el presidente López Obrador al presentar 18 iniciativas de reforma constitucional y dos de cambios legales el pasado 5 de febrero. Se trata del proyecto de reformas conocido como “Plan C” y que propiciaron un masivo rechazo ciudadano expresado en las concentraciones masivas en varias ciudades del país el 18 de febrero.

Desde el arranque de las campañas, Claudia Sheinbaum señaló que hacía suyas esas propuestas y se comprometió a impulsarlas en caso de ganar la Presidencia. Por el contrario, tanto Xóchitl Gálvez como Álvarez Máynez las rechazaron y criticaron.

Esos distintos posicionamientos se reiteraron abiertamente en el último debate presidencial ocurrido hace un par de semanas, en donde pudimos conocer con claridad y sin ambigüedades qué concepción de democracia tiene cada una de las candidaturas. Se trata, insisto, de una información de enorme relevancia a la hora de definir nuestro voto.

El “Plan C”, que supone, por fuerza, una serie de cambios a nuestra Carta Magna es particularmente nocivo porque implica un desmantelamiento de cuatro pilares institucionales en el cual se sustenta la entera construcción de nuestra democracia constitucional.

En primer lugar, porque prácticamente reitera en sus términos la fallida iniciativa de reforma electoral presentada hace dos años (el “Plan A”), que pretende desaparecer al INE y sustituirlo por una autoridad encargada de realizar todas las elecciones del país (eliminado a los OPLE) y cuyos consejeros (al igual que a los magistrados del Tribunal Electoral) serían elegidos por el voto popular, con lo cual se garantiza su politización al hacerlos personeros de la mayoría que los elija en vez de ser árbitros imparciales y, por ello, equidistantes de los intereses partidistas y gubernamentales.

En segundo lugar, se plantea una reforma a los poderes judiciales (el federal y los locales) en donde todos los jueces, magistrados y ministros del país serían también electos popularmente y, por ende, convertidos en representantes de los intereses de las mayorías y en vez de ser garantes de la aplicación imparcial de la ley (y por ello, protectores de cualquier minoría frente a los abusos de las mayorías). Además, los órganos de control y de disciplina internos de dichos poderes, también estarían en manos de funcionarios electos que, de ese modo, se convertirían en una especie de “comisarios políticos” que vigilarían que los juzgadores no se apartaran del dictado de las mayorías políticas expresado en las urnas.

Por otra parte, se pretende desaparecer a los legisladores de representación proporcional y a las senadurías de primera minoría, con lo que en el Congreso solamente estaría representada la fuerza política mayoritaria, y no la pluralidad política que existe en la sociedad, forzando así la preeminencia artificial de un solo partido político en las Cámaras y por lo tanto el control y subordinación del Poder Legislativo a sus intereses.

Finalmente se pretende desaparecer a los organismos constitucionales autónomos y la asunción de sus funciones por el gobierno, precisamente como ocurría antes de su surgimiento, a partir de la década de los noventa, en las épocas del presidencialismo autoritario que dejamos atrás.

Se trata como puede verse de un auténtico plan de restauración autoritaria que las y los electores podemos avalar o impedir con nuestro voto. Ése es el poder de nuestro sufragio y en nuestras manos está la decisión.

Lorenzo Córdova Vianello

 Investigador del IIJ-UNAM.

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