El de pueblo es uno de esos términos complejos de la teoría política que a lo largo del tiempo ha tenido significados diversos y, en ocasiones, incluso contrastantes. El concepto proviene de una etimología latina: populus, que los romanos utilizaban para referirse a las personas que pertenecían o descendían de la comunidad originaria y que, por lo tanto, tenían acceso al ager publicum, los bienes públicos de Roma.
Pero el sentido político de pueblo es mucho más reciente y se debe a Juan Jacobo Rousseau, el gran teórico de la democracia moderna, que lo concibe (en El Contrato Social) como la suma de todos los ciudadanos que se reúnen para tomar las decisiones colectivas. Ese conjunto de ciudadanos que encarnan y ejercen colectivamente la soberanía popular es el que, en ejercicio de la misma, conforma y expresa la voluntad general que vincula y obliga a todos los miembros de una comunidad. En ese sentido el pueblo entendido como un ente colectivo es quien ejerce el derecho de tomar las decisiones políticas. El asunto no es menor, porque para Rousseau el pueblo involucra a todos los ciudadanos, con independencia de sus opiniones individuales y de si éstas coinciden con la opinión mayoritaria o si constituyen posiciones minoritarias.
La idea moderna de pueblo nace, así, para expresar al conjunto de individuos que integran el cuerpo político de una sociedad y, por lo tanto, incluye a la diversidad de opiniones que se expresan y contienen en la misma. Su lógica originaria es, pues, pluralista, incluyente y abarcadora de la variedad de posturas políticas e ideológicas. El asunto no es menor, porque el pueblo no es identificado por Rousseau con la mayoría, que es la que tiene el derecho de tomar las decisiones colectivas, ni tampoco es excluyente de las minorías. Una cosa es definir quiénes integran el cuerpo político (el pueblo como un todo) y otra bien distinta quienes, dentro de éste, tienen la posibilidad de tomar las decisiones políticas (las mayorías que deben conformarse, de vez en vez, cuando se tiene que decidir sobre algún asunto en particular y que son sólo una parte —la predominante, sin duda— del todo).
En contraposición con esa idea de pueblo que sirve y ha servido de base para el concepto de democracia, se ha planteado otra, expresada de manera nítida y emblemática por Carl Schmitt, precursor ideológico del nazismo, para quien el pueblo es un conjunto homogéneo y monolítico de individuos que tienen un pasado político común y que se identifican existencialmente entre sí a partir de la contraposición amigo-enemigo; es decir, existen políticamente en la medida en la que su identidad se define por compartir a un enemigo común. Para Schmitt, el pueblo se distingue a partir de su diferenciación y distinción de sus enemigos, tanto los externos (otros pueblos) como los internos (quienes disienten de la mayoría y, por ese hecho, deben ser concebidos como enemigos).
Bajo esta concepción, el pueblo es mimetizado, en consecuencia, con quienes conforman la postura mayoritaria de una sociedad, es decir, con sólo una parte de la sociedad y no con su totalidad, distorsionando y tergiversando así su significado inicial.
Además, al concebir al pueblo como algo compacto y homogéneo que, en consecuencia, se integra por individuos que quieren lo mismo y que piensan igual (razón que explica y expresa la identidad política), Schmitt naturalmente concluía que al frente de aquél siempre debería de existir un jefe que, representando a sus seguidores, actuara como su líder (Führer, en alemán) ejecutando sus deseos y voluntad política.
Este segundo significado de pueblo es, por obvias razones, el que suelen utilizar los liderazgos autocráticos o populistas para referirse a sus seguidores (el “pueblo auténtico”) y distinguirlos de quienes se oponen a ellos (el “anti-pueblo” o sus “enemigos”).
Por eso, cada vez que alguien pretende hablar en nombre del pueblo hay que desconfiar, porque suele ocurrir que, lejos de utilizar esa palabra en el sentido incluyente que define su uso democrático, en realidad se hecha mano del concepto distorsionado en su lógica excluyente y autoritaria.
Así, la defensa de la democracia debe comenzar por insistir en que el pueblo somos todos, sin excepción; y a quien sostenga lo contrario tacharlo sin tapujos ni condescendencias ser un autoritario.
Investigador del IIJ-UNAM