El año 1994 fue uno marcado por la violencia en la política. Tres hechos fundamentales marcaron lo anterior: primero, el imprevisto surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el 1° de enero, justo cuando entraba en vigor la promesa de modernidad encarnada en el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá; segundo, el impensable magnicidio de Luis Donaldo Colosio y candidato presidencial del PRI, el 23 de marzo en plena campaña electoral y, tercero, el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, coordinador de los diputados electos del PRI el 28 de septiembre, un mes después de haberse realizado las elecciones del 21 de agosto.
Afortunadamente, la violencia no desbordó los cauces institucionales de nuestra entonces germinal democracia y a pesar de ser un año de quiebre, lograron prevalecer las condiciones básicas para recrear la disputa por el poder de manera democrática. A ello contribuyeron tanto el rápido cese al fuego en Chiapas a unas semanas de la irrupción del EZLN y el inicio del diálogo y de las negociaciones con el gobierno, lo que, más allá de la validez de las reivindicaciones históricas de los indígenas (que sin duda pueden discutirse, y de hecho así ocurrió), conjuró la continuidad de vía armada como una ruta inaceptable y antidemocrática para acceder al poder —algo con lo que, buena parte de la izquierda y de la intelectualidad mexicanas, siguen siendo deudores porque lejos de su condena, venga de quien venga, aún hoy continúa coqueteando románticamente con su presunta justificación y legitimidad—, como la importante reforma electoral que se concretó en pleno proceso electoral y que generaría las condiciones jurídicas y políticas necesarias para poderlo conducir de manera confiable y creíble para los actores políticos.
Probablemente forzada por el contexto, pero indispensable para concitar la convergencia de todas las fuerzas políticas, la reforma electoral de 1994 significó un gran paso adelante en términos de la democratización de nuestro sistema político porque allanó muchas de las reticencias que el PRI y el gobierno habían planteado hasta entonces. Entre otras cosas, se reconfiguró radicalmente al Consejo General del entonces IFE, dando por terminada la primacía de facto que el oficialismo había tenido en dicho órgano. Por primera vez los partidos tuvieron una representación igualitaria y no proporcional a su peso electoral y perdieron el derecho de voto que hasta entonces habían mantenido. Además, se sustituyó la figura de los Consejeros Magistrados propuestos por el presidente de la República al Congreso por seis Consejeros Ciudadanos pactados por los partidos políticos quienes tuvieron el peso determinante en la toma de las decisiones al constituir la mayoría de los once votos posibles, con lo que se dio un paso importantísimo en la construcción de la autonomía e independencia del órgano electoral.
Además, por primera vez se reconoció la figura de las organizaciones de observadores electorales nacionales (en la reforma de 1993 se había aprobado la observación de manera individual circunscrita sólo a la jornada electoral) y su derecho a vigilar todas las etapas del proceso y se abrió la puerta a la observación internacional a través de los visitantes extranjeros, con lo que se introdujo un importante componente de integridad a nuestras elecciones.
Las de ese año, por otra parte, fueron las primeras que se fiscalizaron por parte del IFE y aunque entonces estábamos muy lejos de la exhaustividad y profundidad de las revisiones de ingreso y gasto que hoy realiza el INE, sirvió para evidenciar que el PRI había erogado cerca del 80% del gasto y colocar sobre la mesa la necesidad de construir, en adelante, condiciones equitativas de la competencia.
Parafraseando a Jorge Carpizo, la reforma electoral y las elecciones de 1994 (las primeras cuyos resultados no fueron cuestionados por las fuerzas de oposición, las que inauguraron nuestra —entonces aún incipiente— vida democrática y las que hasta ahora son un referente en términos de participación ciudadana con casi un 80%) fueron la manera mediante la que la sociedad le dijo no a la violencia. A treinta años, inmersos en un tipo de violencia distinta pero igualmente preocupante y de cara a la elección más grande de nuestra historia, vale la pena recordar que la democracia sólo puede recrearse en un contexto de paz y tolerancia.