Un mes antes de las elecciones que dieron como vencedora de la contienda presidencial a la candidata morenista Claudia Sheinbaum, una encuesta nacional –la del Financiero– mostró que la opinión pública reprobó el desempeño del gobierno federal en seguridad pública: lo 64% consideró malo o muy malo el manejo de esta agenda por parte del gobierno de López Obrador. Sin embargo, de acuerdo con la misma encuesta, la aprobación del desempeño general del presidente alcanzó 60 por ciento en aquel momento y semanas después, el 2 de junio, el triunfo electoral de su partido fue abultado.
La aparente falta de voto de castigo ante las constantes demostraciones de violencia del crimen organizado a lo largo del sexenio sorprende a varios. Por ejemplo, matanzas en lugares como Lagos de Moreno, Jalisco, otras tantas en Tierra Caliente o Coyuca de Benítez, en Guerrero o en Celaya y Salvatierra, Guanajuato, –por nombrar solo algunas. Pero la victoria electoral de la coalición en el poder fue cómoda. ¿Qué conclusión podría sacar de esto la administración entrante? Sin ser ésta una recomendación para el próximo gobierno, podría interpretarse que la valoración del electorado respecto a la agenda de seguridad no es decisiva para el sentido de su voto y que, con un manejo efectivo de los programas sociales o de políticas acertadas como el incremento al salario mínimo, la seguridad pública puede pasar a un segundo o tercer plano de importancia.
También, que buena parte de la responsabilidad de perseguir y llevar ante la justicia a los integrantes de la delincuencia organizada de gran escala se puede eludir o trasladar a los gobiernos estatales. Al fin y al cabo, son el orden de gobierno más próximo a las víctimas y a la población afectada.
Una política federal de seguridad y justicia en este sentido –que no priorice el acceso a la justicia de víctimas del delito, sanciones para los violentos y la transformación de la procuración de justicia– seguirá acumulando masacres. Los varios grupos de la delincuencia organizada local y trasnacional que sobrepasan en poder de fuego a la mayoría de las policías estatales (y a todas las municipales) han avanzado sin cortapisas en la expansión de sus actividades, poderío económico y territorial.
El proyecto de nación del gobierno que encabezará Sheinbaum se verá ensombrecido –lo hemos visto en los últimos tres sexenios– por la injerencia criminal en cada vez más ámbitos de la economía y sociedad. Hablamos de redes criminales que lucran, por ejemplo, de la trata de infancias y de mujeres, de las armas de guerra provenientes de Estados Unidos, o de ponerle precio a personas migrantes que huyen por hambre o amenazados de sus poblados para llegar a EU. También de los recursos naturales no renovables: tala y minería ilegales, y tráfico de vida silvestre.
Aunque no se trate de una causa políticamente redituable, la obligación de proteger la vida, integridad física, libertades y patrimonio de la población es de los tres órdenes de gobierno, y el federal cuenta con recursos y facultades que los estados no (en materia de delincuencia organizada). Eso nos lleva a un segundo tema: la Guardia Nacional.
Pero la transferencia de la Guardia Nacional a SEDENA –institución hoy adscrita a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana– podría ser un paso en la dirección de hacer lo mínimo indispensable. Aunque es parte del plan que GN cuente con facultades policiales, de acuerdo con lo que se ha ventilado en medios, sus intervenciones podrían limitarse al cuidado de carreteras y, quizá, a realizar algún operativo para la detención algún criminal considerado objetivo clave para el vecino del norte, como parte de la cooperación binacional. Con cabezas militares en la Secretaría de Defensa Nacional y de la propia Guardia Nacional, la eventual incorporación de los militares a las funciones de seguridad pública se hará en sus propios términos.
¿Qué le quedará al sector civil de la seguridad pública? Como se previó con anterioridad, posiblemente muy poco en el terreno operativo. De aprobarse sin cambios sustantivos la iniciativa de reforma constitucional del presidente López Obrador, las plazas que restantes en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana –sólo 37,478, frente a las 69,000 de la Policía Militar en SEDENA) de acuerdo con el Presupuesto de Egresos 2024– tendrían que trasladarse a Defensa Nacional. Bajo este escenario, la Secretaría de Seguridad sería una dependencia sin policía a menos que se creara una nueva institución.
Sumado a esto, la Fiscalía General de la República transitará a la nueva administración acumulando derrotas en tribunales y con extradiciones como sus mayores triunfos. La ironía es que dicho trámite entrega a presuntos criminales al vecino del norte para que enfrenten allá a la justicia, y no en territorio nacional. A menos que la primera presidenta de México apueste por un golpe de timón en la fiscalía, prevalecería en la fiscalía el total desinterés por llevar a juicio a generadores de violencia de la delincuencia organizada, necesariamente involucrados con el tráfico de armas ilegales de Estados Unidos a México.
No debe hacerse a un lado sin embargo, que el nuevo gobierno ha manifestado su interés en apostar por capacidades de investigación e inteligencia contra las organizaciones criminales. El cómo estará por verse, en un flanco dominado por militares y donde el sector civil rara vez es visto como capaz u honesto.
Las urnas hablaron el 2 de junio y la apuesta por el acceso a la justicia puede no ser una prioridad federal.
mahc