En los últimos años han habido una serie de manifestaciones y expresiones en contra de la violencia de género, desde marchas con pintas de bardas y monumentos nacionales, hasta movimientos a nivel mundial que se han viralizado como el de #MeToo o el más reciente “Un violador en tu camino” iniciado en Chile. En México, las pintas de bardas y monumentos lograron visibilizar este fenómeno y el argumento de quienes participaron en ellas es válido “hay que hacer lo que se tenga que hacer para que autoridades y sociedad volteen a ver este tema con la urgencia que se requiere, porque lo que se ha hecho hasta hoy ha sido insuficiente”.
La atención no debiera estar en la forma en que estas manifestaciones se han dado sino en los casos y las cifras de violencia contra la mujer en nuestro país que son alarmantes. Diariamente 10 mujeres son asesinadas. Según las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) de enero a septiembre de 2019 fueron asesinadas 2 mil 833 mujeres, de las cuales solo 726 casos se investigan como feminicidios, y en el mismo periodo de tiempo 326 mujeres fueron víctimas de trata, 55 mil de lesiones, 4, mil 543 de abuso sexual y mil 362 de acoso sexual.
Según cifras del INEGI, de los 46.5 millones de mujeres de 15 años y más que hay en el país, 66.1% (30.7 millones) ha enfrentado violencia de cualquier tipo alguna vez en su vida. El 43.9% ha enfrentado agresiones del esposo o pareja a lo largo de su relación.
Estas cifras reflejan que la violencia contra la mujer en nuestro país se ha normalizado. Todos los días hay mujeres asesinadas, violadas, abusadas y maltratadas. Las manifestaciones buscan visibilizar este fenómeno y poner un alto, porque no queremos ni merecemos vivir con miedo, porque no queremos seguir escuchando casos como el de Abril Pérez Sagaón, cuya muerte pudo haberse evitado si el juez y el Ministerio Público de la CDMX hubiesen hecho su trabajo, o como el de María Elena Ríos Ortiz, saxofonista Mixteca que fue rociada con ácido presuntamente por su ex novio, un empresario y ex diputado de Oaxaca que hasta hoy sigue libre.
Casos como estos reflejan que la violencia también es institucional definida como “actos u omisiones de servidores públicos que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres”.
Sucede principalmente cuando una mujer denuncia por ser víctima de algún delito y las instituciones, policías, ministerios públicos, jueces y magistrados de tribunales, entre otros, no atienden estos casos de manera adecuada. En ocasiones, como sucedió con Abril Pérez Sagaón, la negligencia o corrupción de las autoridades deriva en que dichos casos lleguen a consecuencias fatales e irreversibles.
Aunque los avances legislativos siempre son útiles y han sido muchos, son insuficientes. Existen también protocolos como el de la Suprema Corte y el de la Fiscalía General de la República para Juzgar y Procurar Justicia con Perspectiva de Género, que debieran servir de guía para la actuación de las autoridades, y se han destinado miles de millones de pesos a supuestas capacitaciones a juzgadores y ministerios públicos en la aplicación de estas herramientas. Sin embargo, esto no ha redituado en una mejor actuación de las autoridades ni en la disminución de la violencia contra la mujer.
Habría que auditar estas capacitaciones, y más urgente, transparentar las sentencias del poder judicial a fin de poder analizar la actuación de las autoridades y sancionar aquellos casos en que no hayan procedido conforme a derecho. Mientras no existan consecuencias para los agresores y para las autoridades que institucionalizan la violencia de género, difícilmente se podrá avanzar en su erradicación. Es urgente avanzar en esta vía, además de construir políticas públicas que contribuyan al empoderamiento de la mujer y su independencia económica, elementos fundamentales para la prevención de la violencia.