Si se les preguntara a los mexicanos si consideran que hay diferencia entre los Demócratas o los Republicanos a la hora de gobernar en Estados Unidos, la respuesta de la inmensa mayoría, casi en automático, dirán que para nosotros son lo mismo y tendrán razón. En términos de política exterior, ambos partidos en el poder estadunidense han tenido una política que no marca grandes diferencias a la hora del injerencismo, las medidas punitivas y de control e incluso, la amenaza latente del despliegue militar hacia los países que consideran parte de su esfera de poder. A lo largo de nuestra historia Estados Unidos es el factor frente al cual cada uno de los gobiernos en América Latina demuestra si ejerce cierta autonomía o representa una abierta alineación a ese poder en la región. Por eso, la opinión pública por lo menos en México, sobre quién gobernará en ese país a partir de enero 2025 esta modulada por una realidad imposible de evitar, no importa quien gobierne aquel país, su esencia no cambiará. Sin embargo, como dice aquella canción de la trova cubana, entre demócratas y republicanos podemos decir que “son lo mismo, pero no es igual”. En el caso de los mexicanos, Trump es un viejo conocido luego de cuatro años en el poder y cuatro años más como un opositor desleal a la propia legalidad constitucional de la que presumieron por décadas quienes nos ponían como ejemplo a la democracia estadunidense. Su sello al gobernar fue su estilo pendenciero y bravucón con una larga lista de gobiernos y personajes de alto nivel (Canadá, Francia, Alemania de Merkel, etc.) pero no podemos negar que se ensañó de manera particular con el gobierno y pueblo de México, con aquello de ser la causa de sus males por una supuesta migración desbordada que atribuyó como responsabilidad y obligación de control a nuestro país. Con ese estilo desafiante y burlón Trump se volvió casi un trauma nacional muy mal librado por el entonces presidente Peña Nieto a quien despreció abiertamente y que si bien el presidente López Obrador supo sortear en términos diplomáticos, lo hizo con un costo muy alto con la alineación de la política migratoria mexicana a la lógica de control y contención a favor de Estados Unidos a cambio de que el proyecto de la 4T no sucumbiera, incluso desde muy al inicio del gobierno de AMLO, por allá del año 2019, dada la amenaza de imponer aranceles y apretar en la relación comercial con la que sería la negociación del TMEC un año después. Con Biden en el poder a partir de enero del 2020, la relación entre ambos gobiernos se mantuvo en términos menos agrestes e incluso, visiblemente amables entre presidentes, pero no obstante, el poder de Washington se dejó sentir en acciones sumamente agresivas como mantener cerrada al tránsito la frontera de 3200 km entre ambos países por más de un año so pretexto de la pandemia de COVID que se alargó más allá de ese argumento. Un cierre fronterizo que constituye un hecho insólito y sin precedentes en la historia de ambas naciones; también se impusieron de manera unilateral y sin consulta distintas medidas que externalizaron la política migratoria estadunidense, como llevar a cabo deportaciones de personas trasladadas desde Estados Unidos a suelo mexicano por los mismos agentes mexicanos, o, redirigir a personas desde nuestra frontera norte hacia entidades del sur en una especie de juego macabro de “serpientes y escaleras” que ha prolongado la movilidad migratoria de quienes buscan llegar a Estados Unidos y lo harán cueste lo que cueste. Podemos agregar a este rosario de acciones que el gobierno mexicano asumió bajo su responsabilidad, una decisión diplomáticamente incomprensible pero en la línea del malabarismo político en una relación bilateral tan compleja, la imposición de visa a un mayor número de países de la región latinoamericana con el argumento de limitar el uso migratorio de México como territorio de tránsito terrestre y aéreo aún a costa de complicar el creciente intercambio familiar, profesional y turístico de nuestros “hermanos latinoamericanos” cuyas visas mexicanas, como el título de aquel documental espléndido sobre Gilberto Bosques, héroe de la diplomacia hospitalaria mexicana, se han vuelto tan complicadas de obtener como si visitar México fuera como viajar al paraíso.
En el caso de Kamala Harris la realidad es que como política ha tenido muy poca relación con la región latinoamericana a pesar de que como vicepresidenta esta región estaría entre sus responsabilidades tradicionales. La única referencia que hay en su calidad de vicepresidenta es una visita oficial realizada a México y algunos países de Centro América en 2021, donde literalmente amenazó con una polémica frase “Do not come” como mensaje a los ciudadanos de la región que tuvieran la intención de emigrar a Estados Unidos, lo cual dejó un pésimo sabor de boca por el mal tino diplomático. Luego de dicha gira Harris literalmente desapareció para la región y el secretario de Estado, Antony Blinken y otros funcionarios en una versión más discreta pero más ruda asumieron el control del tema y acuerdos con México. Dado que la migración es uno de los asuntos medulares del debate electoral estadunidense, es previsible que esa única gira, sea un episodio que se use en la campaña, aunque en este momento y dado que la popularidad de Kamala crece como la espuma frente a un Donald Trump desencajado, probablemente la frase incluso se convierta muestra de su contundencia frente a la migración que los republicanos le regatean. Cuando los astros se alinean a favor de alguien, hasta los traspiés pueden jugar a favor. Si bien es cierto que para el mundo hay mucha expectativa por ver si gana Trump o lo hace Kamala, sin embargo, para efectos mexicanos y sobre todo en asuntos migratorios las diferencias entre ellos son tan tenues que hay que mirarlos con lupa y nunca, nunca bajar la guardia.
Dra. Leticia calderón Chelius
Docente e investigadora del Instituto Mora
Presidenta del patronato de Sin Fronteras I.A.P
@letichelius