Guatemala rindió la semana pasada su informe periódico ante la CEDAW. Presentó el avance que ha tenido para eliminar la discriminación contra las mujeres. Un rubro muy importante es la discriminación que sufren las mujeres indígenas que constituyen un altísimo porcentaje de la población guatemalteca.

Al diálogo asisten las ONG’s interesadas en cada uno de los temas materia de la Convención. Lo dicho por ellas se contrasta con los datos que proporciona el Estado.

Como parte de la sociedad civil venía Ana López, una indígena guatemalteca que portó con orgullo el día de la sesión su traje de huehueteca. Pudimos conversar e incluso dar un paseo por los jardines del Palais des Nations en Ginebra.

Fue así como me enteré de su extraordinaria vida. Ella era niña cuando, en los ochentas, se agravó el conflicto interno en su país. Tiene aún vivas en su memoria las imágenes de su modesta casa y otras de Ixcan desapareciendo entre las llamas.

Las familias incompletas —en el caso de la suya, su padre había sido levantado—, tenían que decidir entre permanecer en la resistencia o buscar refugio en México. La decisión de su madre fue la resistencia, con mil dudas acerca de si era la opción correcta. Así continuó su resquebrajada vida, escondiéndose entre los árboles y viendo cómo se desdibujaban sus sueños de niña. Ya no había escuela, ni vida normal en el Ixcan selvático. La gente de esa zona, colindante con Chiapas, no se podía mover al interior de Guatemala, por eso, más de una vez cruzaron la frontera hacia Maravilla Tenejapa en México. En algunas ocasiones, fueron incluso a buscar atención médica a Comitán, donde había presencia de la ACNUR y de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. Caminar por Comitán era caminar en libertad, dice. El miedo se quedaba en Ixcan, agazapado. Pasaron los años y la paz se fue restableciendo. Ella había cursado tres años de primaria, pero no había quedado constancia formal de ello. Todo lo consumieron las llamas. Así que tuvo que comenzar de nuevo. Terminó la primaria, la secundaria y la preparatoria. Fue madre joven. Su primer embarazo no se dio en las mejores condiciones y de nuevo viajó para atenderse en México.

Cada día tenía más conciencia de su condición indígena y de la discriminación que sufría ella y quienes eran como ella. Se implicó apasionadamente en servicios para su comunidad. Un día vio como un funcionario público trataba, con total desprecio, a una mujer a la que culpaba de que su marido la hubiera abandonado: ¡Mire nada más cómo está! Despeinada, toda descuidada. ¡Cómo no la van a cambiar por otra! Ella vio el rostro de impotencia de la mujer y fue el detonante para que optara por estudiar Derecho. Decidió que la defensa de las mujeres indígenas sería su causa. Hoy hace litigio estratégico y tiene gran reconocimiento en el medio. Ya es dueña de un trocito de tierra y quiere sembrar su milpa y comer elote tierno. Se siente satisfecha por lo que ha logrado, aunque va por más.

Cerramos nuestra conversación de manera triste porque me dijo que estaba muy impresionada por lo que ahora estaba sucediendo en la frontera del lado de México. Sus viajes hacia la libertad ya no son posibles porque hay alertas en varias poblaciones en zonas que hoy controla el narcotráfico. No puede creer que se haya perdido la tranquilidad, me dice, y prefiere quedarse con el país generoso y seguro que tiene resguardado en su memoria.

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