Después del incidente de Torreón en el que un niño disparó a su maestra privándola de la existencia, hirió a seis compañeros y luego se quitó la vida, como acción emergente se recurrió de nuevo —con opiniones a favor y en contra— a la revisión de las mochilas por parte de los padres de familia y las autoridades escolares. Días después, en un municipio rural de Nuevo León, un niño de 13 años llevaba una subametralladora uzi con el cargador vacío sin que pudiera explicar su procedencia.
El tema hasta ahora se ha centrado más en cómo llegan las armas a los niños en vez de revisar el grado de vulnerabilidad en el que se encuentran y de cómo están percibiendo y asimilando el mundo que los rodea.
En la guerra contra el narco, las niñas, niños y adolescentes son víctimas directas e indirectas. En pocos casos se ha evaluado de qué manera están procesando la violencia, aclarando que no es solo la que se vive en las calles sino la de su propio hogar.
Es un hecho que hasta ahora, niñas, niños y adolescentes han sido invisibilizados. No están en el foco de atención ni hay programas emergentes ni políticas públicas dirigidas específicamente a ellos y a ellas. Es más, los modelos de atención a la infancia están rebasados y el Sistema de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes ha ido a contracorriente teniendo logros a partir de esfuerzos individuales y de buenas voluntades. Se necesita mucho más que eso.
No nos habíamos repuesto del impacto del niño de Torreón, cuando nos dejaron sin palabras las imágenes de niños armados en Guerrero como parte de los grupos de autodefensa. La sola existencia de estos últimos es ya cuestionable en un Estado de Derecho y muestra la ausencia de Estado —desde hace algunos años— en amplias extensiones del territorio nacional. Armar a los niños ha volcado críticas hacia los adultos que están incitándolos y encaminándolos al lugar del nunca jamás. ¿Qué futuro pueden tener por delante? Es la imagen viva de la desesperanza. No pueden esperar algo diferente a lo que ha venido pasando hasta ahora. Nadie les puede mostrar que hay un futuro mejor y, a temprana edad, comienzan a jugar un rol que no les corresponde y a adoptar una actitud de defensa y venganza que no los va a llevar a ninguna parte. Los niños no son culpables de nada. Son víctimas de todos. Más de uno tiene un padre del que no se sabe nada; un tío que migró, un hermano en la cárcel, una hermana víctima de un “levantón” o que cayó en una red de trata.
Hace tiempo que muchos niños y niñas dejaron de soñar porque la realidad los está aplastando. El mundo de ensueño ha desaparecido porque no hay espacio para hadas ni unicornios. El mundo color de rosa es hoy un mundo rojo, ensangrentado.
En este enero, no fue suficiente la imagen de los niños de Guerrero. Una niña de 13 años en Tabasco tomó un hacha y mató a su padre que acababa de agredir brutalmente a su madre. La niña está segura de haber hecho lo correcto. No tenía alternativa. Era el único camino para un mundo mejor.
Ya vamos tarde en lo que haya que hacer por la atención de las niñas y los niños. En el campo jurídico pareciera que ya están enunciados todos los derechos. ¿Qué hacer para que no se queden en el papel? Por lo pronto, hay que ver más allá de la mochila. ¿Qué están escuchando los niños? ¿Qué observan? ¿Qué sienten? ¿Quién les está ayudando a procesar el cúmulo de información y sentimientos? ¿Quién en la familia? ¿Quién en la escuela? ¿Qué institución cercana y ad hoc?
Los niños no están cargando sólo una mochila. Sobre sus espaldas y hombros hay mucho más que traen encima y que o no vemos o nos negamos a nombrar. Evadir el problema, decir que no es nuestro, restarle gravedad o posponer su atención, va a tener consecuencias graves para quienes tienen vida hoy y vida por delante.
Catedrática de la UNAM.
@leticia_ bonifaz