Hace unos días, se conmemoraron los 67 años de la consecución del derecho al voto de las mujeres en México. Muchos eventos recordaron las vicisitudes. Además del derecho al sufragio, a principios del siglo XX, muchas activistas en el mundo pusieron sobre la mesa la restricción de los derechos de las mujeres cuando, al contraer matrimonio, perdían su nacionalidad y adquirían la del marido. Esa era la regla en casi todas las legislaciones del mundo. Así, quedaban como un apéndice del hombre.
Los trabajos culminaron con un Tratado Internacional al respecto, pero, en el interin, hubo muchas historias como la que rescato hoy.
El 28 de abril de 1928, Concha Romero, quien después tendría un importante cargo en la Unión Panamericana, le escribió una carta a Genaro Estrada, entonces Secretario de Relaciones Exteriores, en la que le suplica “se sirva aclarar un punto relacionado con su nacionalidad”. Y le cuenta: “Soy mexicana, nativa de Ciudad Guerrero, Chihuahua... En 1920 vine a estudiar a la Universidad de Columbia y al año siguiente contraje matrimonio con el Sr. Earle K. James, ciudadano de Chile. De acuerdo con las leyes de Chile, el matrimonio con un ciudadano de ese país no da derecho a la ciudadanía chilena, lo que me alegra, puesto que ni por derecho ni por deber querría yo perder mi nacionalidad mexicana”. Lo que motivó la consulta fue que, al solicitar su pasaporte, en el consulado le habían dicho que ya no era mexicana.
La respuesta se limitó a transcribir la Ley de Extranjería vigente en ese momento: “Las mexicanas que contrajeren matrimonio con extranjero conservarán su carácter de extranjeras aún durante su viudez”. “En caso de divorcio, la mexicana puede recuperar su nacionalidad”. “El cambio de nacionalidad del marido posterior al matrimonio importa el cambio de la nacionalidad de la mujer”. “La mexicana que no adquiera por el matrimonio la nacionalidad del marido, según las leyes del país de éste, conservará la suya”. Este último era el supuesto que aplicaba a Concha, lo que la hizo muy feliz por “haber quedado tan mexicana como antes”.
Esto cambió paulatinamente en el mundo. En el caso de México, la reforma constitucional llegó en enero de 1934, durante el gobierno de Abelardo L. Rodríguez.
Años antes, en 1930, Margarita Robles de Mendoza había entrevistado al entonces presidente Emilio Portes Gil y una de las preguntas que le hizo fue la de “si las leyes daban suficiente protección a la mujer”. El tamaulipeco respondió: “…nuestras leyes fueron hechas con el criterio egoísta de su tiempo, por hombres y para el beneficio de los hombres; por eso, una de mis ambiciones más grandes es que queden reformadas en cuanto sea posible”.
Esto, a pesar de que el Código Civil de 1928 establecía en su artículo 2º que “la capacidad jurídica es igual para el hombre y la mujer; en consecuencia, la mujer no queda sometida, por razón de su sexo, a restricción alguna en la adquisición y ejercicio de sus derechos civiles”.
Aunque sin duda ha habido muchos avances, los esfuerzos por la igualdad, claramente, no son cosa del pasado. Todos los días, de alguna manera nos encontramos con nuevas expresiones del vetusto patriarcado que, aunque debilitado, sigue ahí a pesar del esfuerzo intergeneracional permanente y continuado. Por fortuna, también a diario se suman más voces y más brazos para fortalecer esta lucha que pareciera interminable.
Catedrática de la UNAM
@leticia_bonifaz