¿Por qué nos habría de importar hoy la historia de Melchor Ocampo? Hoy que hablamos constantemente de estereotipos de género, hay que sacar a la luz y revisar el texto de la epístola atribuida a él a la que se le dio lectura en todos los matrimonios que se celebraron en nuestro país desde que se instauró el matrimonio civil y hasta el final del siglo XX.

Cuando se tuvo más conciencia de género, se percibió que la famosa epístola no solo estaba cargada de estereotipos, sino que marcaba desigualdades entre los sexos. Lo más curioso de esta historia es que, quien escribió la epístola y que sostenía que el matrimonio “era el único medio moral para constituir una familia”, no solo nunca se casó, sino que tuvo cuatro hijas fuera de matrimonio: Josefa, Petra y Julia, hijas de doña Ana María Escobar, la nana de Melchor Ocampo y, la última, Lucila, que se mantuvo como hija de madre desconocida.

Este hombre de virtudes públicas era una verdadera oscuridad de su casa. Cuando embarazó a su nana en la primera ocasión, decidió llevarla de Pateo a Morelia para evitar el escándalo. Él optó por algo factible para un hacendado: huir a Europa. Desde allá instruyó a Doña Ana para que la criatura fuera llevada a un orfanatorio y se salvara “el honor” de ambos.

Hasta que la niña cumplió diez años, Ocampo le revela que es su padre y la lleva a vivir con doña Ana, sin decirle que es su madre. El secreto no se lo llevó Ocampo a la tumba porque antes de que fuera fusilado, escribió en un papel lo que lo había atormentado toda la vida, según narra José C. Valadés.

La trama parece de novela, pero fue la vida real. Quien haya visitado la Rotonda de las Personas Ilustres en la Ciudad de México, habrá podido observar que el homenaje que se rinde a Melchor Ocampo consiste en una columna que sostiene su busto de bronce y abajo, de pie, hay una niña que observa al monumento. Seguramente se trata de Josefa.

Regresemos a la epístola. En ella se reforzaban los estereotipos de género marcando, abiertamente a un sexo como el fuerte y al otro como el débil. Cuando se dirigía al hombre decía: “que el hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa, que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él y cuando por la sociedad se le ha confiado”.

Y cuando se dirigía a la mujer apuntaba: “Que la mujer, cuyas principales dotes sexuales son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca irritable y dura de sí mismo…”

Resulta inconcebible que este texto, con independencia de los logros de las luchas feministas y aún después del emblemático 1975, se leyera acríticamente. Hoy, afortunadamente, es historia. Las nuevas generaciones tienen múltiples opciones para constituir familias y hay vías jurídicas para responsabilizar a los padres que escapan de sus responsabilidades. Aunque queda claro que hay que juzgar a Ocampo con los parámetros del siglo XIX, su doble moral trascendió a la esfera pública por más de un siglo.

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