El patriarcado, durante siglos, impuso la regla de que el espacio público iba a ser exclusivo, o casi exclusivo, de los hombres y que las responsabilidades del ámbito privado iban a corresponder en su totalidad a las mujeres. Sólo de manera excepcional, algunas mujeres participaron en lo público: las reinas, por ejemplo. Otras fueron cruelmente sancionadas por intentar romper esquemas, como Hipatia de Alejandría. Un caso de excepción fue Hildegarda de Bingen, quien, en el medioevo, desarrolló tareas reservadas a los hombres. En el llamado siglo de las luces, con grandes sombras para las mujeres, comenzaron a permitirse los saloniers como espacios en los que ellas podían discutir los temas públicos. La revolución francesa no hizo justicia a las mujeres. Un grupo de hombres se arrogó para sí los que llamaron derechos del hombre y del ciudadano con pretensión universal, pero las mujeres quedaron excluidas. Pretender la inclusión en esa época, le costó la vida a Olimpia de Gouges. Ya avanzado el siglo XIX, cientos de mujeres salieron con mantas y consignas a exigir derechos por todo el mundo. Fueron estigmatizadas y vilipendiadas. Algunas fueron encarceladas, como Emmeline Pankhurst y su hija Sylvia.
Fue un grupo de hombres quien, desde el inicio, decidió que las mujeres no podían ser ciudadanas y fueron grupos de hombres quienes, paulatinamente ponderaron si las mujeres tenían o no la capacidad de intervenir en la toma de decisiones en lo público. Un argumento era que no teníamos la educación suficiente, pero el patriarcado había negado por siglos, el derecho de las mujeres a acudir a las escuelas. Sólo de manera excepcional, las privilegiadas habían podido tener formación y educación en casa. La Revolución Industrial facilitó la presencia de mujeres en las fábricas. También empezaron a tener empleos formales en la educación básica como maestras y como enfermeras en los hospitales. Enseñar y cuidar era una continuidad de las tareas que se realizaban en el hogar.
En el siglo XX, las mujeres en forma individual y en conjunto siguieron rompiendo barreras. La gran ola del sufragismo mundial se agigantó en los años 30, pero México se quedó rezagado por la duda, en una elección concreta, sobre por quién iban a votar las mujeres, quién las iba a manipular, siempre menospreciando sus capacidades para tomar decisiones.
De este modo, las mujeres siguieron exigiendo derechos y los hom bres siguieron valorando cuándo iban a hacer concesiones y en qué medida.
Ya logrado el objetivo de participar en lo público, no se modificaron las obligaciones asignadas en lo privado. Las tareas de cuidado y organización de la casa les siguieron tocando en su totalidad. Se aceptaron las retadoras y extenuantes dobles jornadas. Fue mucho más tarde cuando se comenzó a reflexionar acerca de la necesaria presencia de los hombres en lo privado. Esto es, involucrarlos en su responsabilidad en el cuidado de los hijos o de las personas mayores y, en general, en la organización del hogar. Vinieron, por supuesto, las resistencias.
Cuando estamos por conmemorar los 70 años del sufragio femenino en México, es importante hacer el recuento de lo avanzado; pero también urge enfocarse en lo privado. Hoy queda claro que fomentar masculinidades positivas en el espacio doméstico es una tarea indispensable para avanzar en la larga lucha por la igualdad.