Fueron horas de marcha. Un ocho de marzo más para recordar por los ríos de mujeres que desembocaban en las principales avenidas de la capital y en las capitales de los Estados. Mujeres juntas, festivas a pesar del dolor. Acompañadas: una junta a la otra, una detrás de la otra, una al lado de la otra. De muchas otras.
Gritos, cantos, consignas, saltos, pasos acompasados y cada quién llevando el suyo: pasos firmes, seguros, con un destino cierto.
De nuevo las jóvenes, en su inmensa mayoría, hicieron suyas las calles, esas que cotidianamente no lo son. Aprovecharon lo ancho y lo largo para expresarse, para gritar lo que traen atorado desde niñas. “El feminismo me enseñó a que callada no me veo”. En temas de violencia doméstica el silencio ha sido la constante: calló la abuela, calló la madre y la hija quiere que su grito se escuche tan lejos y sea tan profundo que salve a sus propias hijas. “Las niñas no se tocan”. Cientos de nombres fueron exhibidos. Corresponden a parientes que abusaron y que, en su momento, fueron arropados por las propias familias. “La culpa no ha sido nuestra” se lee en otro cartel. Y no, basta de culpar a las niñas.
Una adolescente decide llevar un vestido de quinceañera y exhibir en el pecho la huella de una mano roja como la sangre. La chica da entrevistas, comenta que eligió llegar vestida así porque muchas jovencitas no lograron alcanzar ese sueño. Son vidas que tomaron rumbos inesperados por manos asquerosas que tocan, mancillan y matan.
En la Glorieta de las Mujeres que Luchan hay un contingente detenido con los nombres, los rostros y las historias de las que no volvieron, de las que no están, de las que nos hacen falta. Las mujeres que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos también se sienten acompañadas. Comparten su dolor y su esperanza. “Ni una más, ni una desaparecida más”.
Aunque la marcha es de las mujeres, ahí está presente, como cada año, el padre de Esmeralda. En esta ocasión el hermano de Wendy entregaba carteles con un cuidadoso diseño. ¡Ayúdenme a encontrarla!
En el fluir humano, cerca de Bellas Artes, estaba parado un chico solo, frente a la multitud que fluía. En un cartón que le cubría todo el cuerpo decía: “Mi vida se apagó cuando me quitaron a mi mamá”. Algunas mujeres que notaban su casi invisible presencia se paraban para darle un abrazo. Le susurraban al oído palabras de ánimo que tal vez no escuchó en el funeral porque no sabemos si el cuerpo fue hallado.
En la marcha, el dolor va hacia su desembocadura, encuentra dónde fluir y fluye en una masa que se va haciendo compacta. Se escucha una polifonía que envuelve, que da confianza, que te recuerda que no estamos solas, que el feminismo se apropia de los espacios y de las conciencias. Hay orgullo, hay confianza y la esperanza de que se puede construir un mundo mejor para las generaciones subsecuentes. Va por ellas y con ellas.
El himno de Vivir Quintana resuena, aunque nunca como en la Alhóndiga de Granaditas: “Si tocan a una respondemos todas”. Y ahí estamos: visibles, empoderadas, multiplicadas, convencidas de que otro mundo es posible con nosotras en acción.
Toda esta energía tiene que transformarse y provocar cambios. Es una simple ley de la física. No puede quedar flotando o ser absorbida por las frondas de las jacarandas.
Como quedó consignado en las pancartas: marchar es no sentirme sola. Vivas nos queremos. Vivas y libres. ¡Mujeres teníamos que ser!
@leticia_bonifaz
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