Hace tiempo ya que las mujeres del mundo identificamos —con un nombre— al sistema que históricamente ha impedido la igualdad y ha seguido manteniendo y justificando la discriminación hacia nosotras: se llama patriarcado y no nació ayer.
Los esfuerzos del feminismo se han orientado a desmontarlo, desde el escritorio a la banqueta; desde el atril al megáfono; desde el libro al volante callejero. “Se va a caer” ha sido coreado en las marchas, escrito en los muros, no de las lamentaciones, pero sí de la esperanza. Una esperanza que se ha construido de boca a boca. La inquietud ha pasado de madres a hijas y de nietas a abuelas, ha estado en el aula, en la cocina en el café y en la plaza.
Hoy el pacto patriarcal está colocado como tema estrella, más allá de los espacios de siempre. Qué bueno que suene y resuene; que exista como tópico de reflexión en los distintos modos de comunicación que implantó la pandemia. Aquí estamos. En el esfuerzo por explicar y ejemplificar en qué consiste el hoy famoso y ancestral pacto.
En redes sociales, alguien recordaba que, en el siglo XVII, Sor Juana exportó feminismo desde estas tierras. Casi simultáneamente, en 1622, Marie le Jars de Gournay escribió sobre la igualdad de los hombres y las mujeres, medio siglo antes de que lo hiciera Francois Poullan de la Barre. En 1694, Mary Astell abogó por espacios universitarios para mujeres. Fue Laura Bassi la primera mujer admitida en la Universidad de Bologna porque los cardenales Grimaldi y Lambertini se atrevieron a romper el pacto.
En el iluminismo, fue Rousseau quien más insistió en la oscuridad para las mujeres a pesar de que, desde Suecia, Charlotta Nordenflycht le replicaba.
Lo que vino después lo conocemos muy bien. Los documentos emanados de la revolución francesa dejaron fuera de los derechos políticos a las mujeres, y propiciaron la reacción escrita de Mary Wollstonecraft y el sacrificio de Marie Gouze, condenada al cadalso por hombres que no rompieron el pacto.
La historia del ochocientos es de lucha permanente que fue dando frutos en Europa primero y después en el resto del mundo. En México, una de las primeras mujeres que escribió sobre feminismo fue la guerrerense Laureana Wright, taxqueña, de padre estadounidense y madre mexicana. Desde 1887, hablaba de la necesidad de romper los roles de sometimiento y pugnaba porque la mujer dejara de ser vista como un instrumento.
El siglo XIX mexicano cerró con la presencia de mujeres en las universidades y, la segunda década del XX, fue de reivindicaciones. El sufragio no se consiguió en los años treinta porque Lázaro Cárdenas no se atrevió a romper el pacto, a pesar de haber impulsado a varias mujeres en espacios públicos.
El tema de la violencia doméstica llegó mucho más tarde. El foco había estado en lo público y la fuerza del patriarcado no se había visto en el espacio más íntimo. Los ministros de la Corte rompieron el pacto hasta el siglo XXI cuando reconocieron que podía haber violación entre cónyuges.
Cuando las feministas coreamos “se va a caer” es porque la meta se ve más cercana debido a las conquistas del feminismo que, en cadena intergeneracional y sin fronteras, ha ido eslabonando logros.
Para Karen Offen, el feminismo “es una respuesta crítica integral a la subordinación deliberada y sistemática de las mujeres dentro de un escenario cultural dado”. Ese es el que estamos desmontando y ahí la llevamos.
@leticia_bonifaz