Muchas mujeres —y hombres aliados— pensamos que el caso de Debanhi tiene que ser un punto de inflexión en el combate a las desapariciones y los feminicidios en México y que también debemos avanzar hacia el fin de la impunidad y la revictimización. Aunque pareciera que estamos en un lugar de no retorno, no podemos, en cualquiera de las trincheras en las que nos encontremos, bajar la guardia. Tenemos que seguir convencidos de que es posible revertir esta crisis colectiva.
En este diario se publicaron el lunes pasado opiniones de personas que, desde la academia, han analizado el fenómeno de desapariciones y feminicidios. Queda claro que es multifactorial. Lola Venegas, Isabel M. Reverte y Margó Venegas escribieron “La guerra más larga de la historia”. Se trata de un libro en el que documentan 4,000 años de violencia contra las mujeres. En él muestran cómo la violencia está legitimada y apuntan a que la guerra aún no ha terminado. Resultan bastante esclarecedoras también, las conclusiones de la argentina Rita Segato en el libro “La Guerra contra las Mujeres” y “Contar el Mundo” de la española Carmen Magallón, quien también ha hecho aportaciones respecto a los cuerpos, al peso y el mensaje que llevan; sobre cómo el cuerpo de hombres y mujeres tiene asignados distintos espacios y jerarquías. En palabras de Elsa Blair: el cuerpo es un objeto social, dotado de historicidad con la sociedad y la cultura de las cuales depende.
En México, no nos ponemos de acuerdo ni siquiera si semánticamente lo que estamos viviendo con el narcotráfico es o no una guerra; lo que sí es evidente es que muchas mujeres sí son y han sido botín de esa guerra.
¿Qué hace la narcocultura?, ¿cómo marca los cuerpos?, ¿cómo se da la dominación?, ¿cómo se moldean y eligen? Los cuerpos femeninos están sometidos a una devaluación, a la disponibilidad de quienes pueden usarlos y desecharlos. Los cuerpos son objeto de mercado, de placer unilateral.
En los espacios de dominación que pueden tener forma de “fiestas”, el cuerpo de la mujer usualmente es un recipiente pasivo. Hay un cuerpo elegido por quien domina que contrasta con el de la dominada, quien se desenvuelve en un espacio del que no tiene control, aunque lo crea o intente. Quien ha sido enganchada fuera de ahí solo encuentra la muerte. El instinto impulsa a las víctimas a huir del peligro, pero en muy pocos casos logran escapar.
En la guerra, el cuerpo de las mujeres es como tierra a conquistar, como aldea a destruir. Hoy, muchas mujeres jóvenes viven con conciencia de la vulnerabilidad ante los nuevos “derechos” de pernada, bajo asedio y con el sentimiento de ser presa, de vivir en un cuerpo violable. Viven intentando esquivar la acechanza de los depredadores.
Podemos seguir ignorando la presencia y hegemonía del narco en amplias zonas de nuestro México, pero también podemos, intentar identificar lo que lo rodea. ¿Cómo terminar con la desvalorización simbólica de la mujer?, ¿cómo frenar la hipersexualización de las niñas y adolescentes?, ¿cómo evitar los cuerpos marcados? Las pocas sobrevivientes tienen mucho que contar. Escuchémoslas. Nombremos lo que tiene nombre. Que el cuerpo de las mujeres sea de ellas y de nadie más. Sigamos alzando la voz colectiva de exigencia sabedores de que, entre otros monstruos de varias cabezas, el crimen organizado con sus secuelas crece, se reproduce, viola y mata.