No sé ustedes, pero yo, ya estoy completamente agotada de la reforma judicial, y lo más preocupante es que aún no hemos llegado ni siquiera al clímax de esta crisis institucional. Entre las mentiras descaradas del oficialismo, las reformas que los legisladores del partido en el poder ni siquiera se molestan en leer, la violencia digital por criticar la reforma y una disputa de poder que sigue ignorando a quienes realmente necesitan justicia, me he visto obligada a buscar una vía de escape. Opté por refugiarme en la televisión, esperando distraerme por un rato. Así, me topé con la serie El Secreto del Río en Netflix. Ingenuamente pensé que sería una telenovela ligera, una distracción para evadirme. Qué grave error.

Lo que esperaba fuera un respiro terminó siendo una experiencia profundamente conmovedora, que me dejó en lágrimas y replanteándome muchas cosas. Mientras lloraba en el sillón, pensaba en lo difícil que es acceder a la justicia y que esto cada vez se complica más en un sistema jurídico carente de incertidumbre que perpetúa un sistema que opera bajo lógicas de revictimización, castigando a quienes más necesita proteger.

El Secreto del Río nos cuenta la historia de la amistad entre Erick y Sicarú, una relación que, desde la niñez, comienza a desvelar las capas profundas de transfobia y violencia sexual silenciada en la sociedad. Enmarcada en la belleza del Istmo de Tehuantepec y enriquecida por la cultura oaxaqueña, la serie nos ofrece una representación significativa de las muxes, figuras tradicionales que desafían las normas de género en la región. A través de este “secreto” que ambos personajes comparten, la trama expone cómo los abusos sexuales suelen ocurrir en espacios privados, donde las víctimas rara vez tienen la posibilidad de hablar, y mucho menos de denunciar ante las autoridades.

Aunque la serie no pretende ser un reflejo exacto de la realidad, ni mucho menos atosigarnos con estas reflexiones, logra plasmar de manera cruda la corrupción, la impunidad cotidiana y la revictimización que ocurren dentro de las instituciones encargadas de impartir justicia. Muestra cómo el sistema, que debería proteger, acaba fallando a las personas más vulnerables, especialmente en casos tan sensibles y silenciados como la violencia sexual y la discriminación hacia las muxes y las mujeres trans. A través de su narrativa, El Secreto del Río expone las graves fallas estructurales que perpetúan un ciclo de invisibilización y desamparo para quienes más necesitan ser escuchadas.

La corrupción en la seguridad y procuración de justicia es un problema estructural que el Estado ha ignorado deliberadamente. La impunidad en delitos como la violencia sexual sigue rampante, mientras las víctimas, en lugar de ser protegidas, se convierten en “problemas” para una burocracia que prefiere ignorarlas. En lugar de encontrar apoyo, enfrentan un proceso de criminalización que, lejos de ser una excepción, es la norma. Es aquí donde las promesas de la reforma judicial se revelan como vacías: si no se abordan estas fallas estructurales, esta reforma no será más que un intento fallido por mantener un poder patriarcal intacto.

La serie deja claro que el sistema no sólo fracasa en resolver los casos de violencia, sino que tiende a invisibilizarlos. Esta invisibilización es especialmente devastadora para las personas en situaciones de mayor vulnerabilidad, como las infancias y las mujeres trans, que enfrentan barreras adicionales derivadas de la discriminación y el prejuicio. En lugar de ofrecerles el apoyo que tanto necesitan, las instituciones contribuyen a su desvalorización y desamparo, generando un clima donde la violencia es minimizada o directamente ignorada.

Esta realidad debería ser el foco de cualquier reforma judicial, pero, hasta ahora, no parece haber voluntad política para cambiar este panorama. Las instituciones encargadas de investigar, como las fiscalías y las policías, en lugar de ser guardianas de la justicia, suelen convertirse en cómplices de la revictimización. Desde tergiversar información hasta manipular pruebas, estas entidades permiten que la impunidad prospere, perpetuando un ciclo de violencia que afecta a quienes más necesitan protección.

La falta de acciones concretas para erradicar esta corrupción no solo pone en evidencia la fragilidad del sistema, sino que también cuestiona el verdadero propósito de la tan anunciada reforma judicial. ¿De qué sirve prometer cambios si estos no tocan las raíces del problema? El abuso de poder y la incompetencia institucional no se solucionan con ajustes superficiales; necesitan ser desmantelados desde la base.

Mientras el sistema continúe criminalizando a las víctimas y perpetuando la revictimización, no habrá justicia real para las infancias vulnerables, ni para las poblaciones LGBTQIA+. La reforma judicial, tal como se plantea hoy, parece más interesada en consolidar un nuevo status quo que en abordar los problemas estructurales de acceso y equidad en la justicia.

En estos tiempos, donde la reforma judicial se presenta como la gran solución, es necesario preguntarnos: ¿realmente estamos avanzando hacia una justicia para el pueblo? ¿O seguimos atrapados en un ciclo donde la corrupción y la impunidad ganan terreno sobre las vidas y los derechos? La justicia no puede ser un privilegio para quienes tenga capitales; debe ser un derecho garantizado para todas, todos y todes, y hasta que eso no sea una realidad, cualquier intento de reforma será insuficiente.

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