Ante la constante propaganda sobre un “poder judicial corrupto”, emergen casos que nos recuerdan la existencia de las fiscalías, esas instituciones que son más olvidadas que el regalo de un intercambio navideño laboral. Esta semana, nos sacudió el caso de Esmeralda, una adolescente indígena de 14 años acusada por la fiscalía de Querétaro de homicidio calificado tras sufrir un aborto espontáneo como consecuencia de una violación perpetrada por un familiar.
Este caso nos conmocionó profundamente, pues evidencia que las instituciones no han dejado de criminalizar los derechos reproductivos de las mujeres. No solo eso: ahora están utilizando delitos aún más graves, ignorando el derecho progresivo de las adolescentes a su propia protección y desarrollo. Es alarmante que la fiscalía haya permitido la difusión de documentos de la investigación, además de conferencias, entrevistas y narrativas, sin considerar la protección de los datos personales y la integridad de Esmeralda como víctima. Aunque es reconocida como víctima de violencia, su dignidad sigue siendo vulnerada en medio de un debate político que ignora el trauma que enfrenta una adolescente.
Este caso recuerda otros, como el de Gisèle Pelicot, que muestran cómo las mujeres pueden enfrentar el sistema de justicia penal con dignidad, aunque esa dignidad sea frecuentemente ignorada por las autoridades más cuando se trata de adolescentes en situaciones críticas. Durante meses, hemos señalado la necesidad de revisar a fondo las fiscalías, de capacitar y profesionalizar a quienes atienden a las víctimas.
Si cualquiera entrara hoy en una fiscalía, se encontraría con instalaciones y recursos materiales inadecuados para recibir a víctimas del delito. Pero, parece que solo cuando un caso se vuelve viral o adquiere relevancia política, las fiscalías deciden actuar. Nos enfrentamos a dinámicas políticas alarmantes en nuestro país, donde las víctimas siguen siendo las menos escuchadas y las menos atendidas.
El sistema de justicia le falló a Esmeralda tres veces: primero, al revictimizarla tras la violencia sexual que sufrió; segundo, al exponerla y situarla en un escenario de criminalización insensible, negándole agencia al llamarla “niña” mientras la imputaban por homicidio calificado, sin reconocer las múltiples identidades y opresiones que atraviesan su vida; y tercero, al permitir que su caso fuera tomado como estandarte político, con la intervención de autoridades federales que acabaron por frenar su juicio. Esa acción no representa justicia, pero tampoco lo es; que su caso requiriera la intervención de la Secretaría de Mujeres.
La triste realidad es que no todas las niñas, adolescentes o mujeres tienen la posibilidad de hacer público su caso. Mientras escribo esto, alguna otra mujer en una fiscalía, sin importar el partido que gobierne, está siendo revictimizada, se le está negando el servicio, o se le criminaliza, silenciando así sus necesidades.
Debemos abandonar la idea de que los casos necesitan politizarse para que las víctimas obtengan justicia. Esto no se trata de un partido ni de ideologías; Esmeralda no es ni debe ser vista como un botín político. Con solo 14 años, sin haber votado ni ejercido ningún derecho político, su caso ha sido desviado por diferentes actores hacia discusiones sobre colores partidistas, ideologías políticas y una reforma judicial. Sin embargo, este es un problema local, que compete exclusivamente a una fiscalía y a un poder judicial local.