¿A quién le importa el dolor de quienes sobreviven con un familiar desaparecido o asesinado? ¿A las autoridades? ¿A los medios? En los últimos días, ese dolor —que debiera ser el motor de justicia y reparación— ha sido utilizado como moneda de cambio para obtener premios y reconocimiento internacional.
El más reciente ejemplo es “Emilia Pérez”, una película francesa que ni siquiera se ha estrenado en México, pero que ya genera rechazo. No por el inentendible español de Selena Gómez ni por la representación del narcotráfico —los mexicanos estamos tristemente acostumbrados a ver nuestras tragedias convertidas en espectáculo—. Tampoco porque la única actriz mexicana del elenco haya sido ignorada en las alfombras rojas, ni porque el filme se grabó fuera del país sin involucrar a la industria cinematográfica local.
El problema central es otro: la forma en que se narra nuestro dolor.
“Emilia Pérez” es una película que instrumentaliza la violencia y el sufrimiento de las víctimas para vender una narrativa superficial y exótica sobre México. No se preocupó por reflejar la realidad de las mujeres abogadas, de las mujeres trans o de las familias que buscan a sus desaparecidos. No dio espacio a las voces de quienes viven la violencia todos los días ni se interesó por la crisis humanitaria que atraviesa el país.
Y lo más grave: la película en sí misma es transfóbica.
El filme reduce la experiencia de ser una mujer trans a una cirugía genital para tener vulva, como si la identidad y la transición se resumieran en un procedimiento quirúrgico. En un país como México, donde las mujeres trans enfrentan violencia estructural, discriminación laboral, rechazo familiar, criminalización y falta de acceso a servicios de salud, esa representación no solo es superficial, sino profundamente dañina. Ignora que la verdadera lucha de las mujeres trans es ser reconocidas como sujetas de derechos y sobrevivir a un sistema que las persigue y las margina.
Para colmo, muchas voces que defienden la película lo hacen desde la ignorancia y el privilegio. “Activistas” y figuras del medio artístico han salido a señalar que las críticas al filme son transfóbicas, sin escuchar las razones de fondo. Y mientras tanto, la protagonista de la película respondió a las críticas llamando “gatos” a quienes señalaron la insensibilidad de la producción.
Pero el problema aquí no es solo la película. Es la forma en que México, un país lleno de víctimas, sigue viendo su tragedia convertida en narrativa para premios y aplausos internacionales.
México es un país donde el 99% de los delitos quedan impunes, donde solo el 27% de los asesinatos de mujeres se investigan como feminicidios. En este contexto, no es una casualidad que se produzcan películas que romantizan el dolor sin repararlo, que usan la tragedia como un escenario y dejan fuera a quienes viven el verdadero infierno.
La pregunta es:
¿Qué estamos haciendo para enfrentar ese dolor? ¿Qué estamos haciendo para ayudar a quienes lo viven?
Mientras sigamos permitiendo que las historias de las víctimas se utilicen para narrativas superficiales y espectáculos, seguiremos profundizando su abandono.
El dolor y la dignidad de las víctimas no son trofeos ni material para cine de autor. Son una deuda pendiente que exige justicia, memoria y reparación.
Porque al final, la pregunta sigue siendo la misma:
¿A quién le importa el dolor de las víctimas?