Dos mujeres cambiaron mi perspectiva sobre el derecho penal. La primera, cuyo nombre y rostro desconozco, era una madre interna en el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla. La conocí, si se puede decir así, cuando era pasante y tuve que llevar un escrito urgente al juzgado por un proceso de uno de los abogados de la firma donde trabajaba. Recuerdo que era un viernes por la tarde, y mientras esperaba, vi a un chico, no mayor de 15 años, que vestía uniforme de escuela secundaria técnica pública. Se detuvo a unos metros de mí y comenzó a gritar: “¡Mamá!”. Algo que me desconcertó porque no vi a nadie cerca, hasta que me di cuenta de la voz que respondía desde el otro lado de los muros. Esta mujer conversó con su hijo durante unos 10 minutos; ella le preguntó cómo le había ido en la escuela, si había comido y si había hecho su tarea. Al final, él le dijo “te quiero mamá” y se marchó.
Ese recuerdo me ha acompañado por más de 10 años. Quizás fue la primera vez que tuve un contacto real con el sistema, a pesar que desde pequeña acompañaba a mi mamá, quien trabajaba como secretaria en la entonces Procuraduría General de Justicia del DF. Nunca antes me había abofeteado lo terrible que es la privación de la libertad.
La segunda mujer fue Ángela Davis, a quien escuché en el simposio “Sistema Penal desde la perspectiva de género: Derechos humanos y contexto de encierro”, organizado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en septiembre de 2021. Davis habló sobre los efectos del derecho penal en la vida de las mujeres y las personas racializadas. Nos invitó a imaginar una justicia que estuviera basada en la violencia y pronunció una frase que literalmente tengo tatuada: “La justicia debe estar fundamentada en el imperativo de permitir que las personas puedan florecer”.
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En este contexto, la reforma judicial que se está “discutiendo” en nuestro país parece alejarse de esta idea de justicia. La reforma al Poder Judicial, especialmente federal, se enfoca en la renovación de cargos de operadores jurisdiccionales, pero ignora a uno de los actores en materia penal más importantes: las fiscalías, que son las primeras autoridades con las que las personas tienen contacto. Esta reforma no busca consolidar la justicia, sino que podría estar fortaleciendo una de las violencias institucionales más reconocidas y normalizadas del estado: la impunidad.
Uno de estos ejemplos más preocupantes es la incorporación de la figura de “jueces sin rostro” para delitos de delincuencia organizada, la cual no fue consultada ni analizada por las personas que salimos a votar el 2 de junio. Así como no conocí a la mujer que cambió mi perspectiva sobre el sistema de justicia penal, es probable que ella tampoco haya conocido a la persona que la juzgó. Quizás se presentó en la rejilla de prácticas, acompañada por un defensor público, sin saber quién la había juzgado ni por qué. El sistema de justicia penal acusatorio vino a cambiar ese paradigma, obligando a las personas jueces a estar presentes en cada audiencia, permitiendo que las personas víctimas e imputadas escucharan y vieran el rostro de quienes los juzgan.
La conversación sobre los “jueces sin rostro”; no es nueva. Durante el gobierno de Felipe Calderón, se intentó incorporar en la etapa más intensa de su cruenta y sin sentido “guerra contra el narcotráfico”. Esta figura tiene su origen en Italia, donde fue utilizada durante la persecución de la mafia para proteger a los jueces de represalias y sobornos. Posteriormente en Colombia, Perú y El Salvador, con resultados no sólo negativos de desconfianza, corrupción y vulneración del debido proceso.
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La Corte IDH en el caso J. vs. Perú, abordó que la figura de los jueces sin rostro si bien se excusa en proteger a los juzgadores que resuelven casos de alto impacto, también vulnera las garantías del debido proceso y el derecho a un juicio justo debido a que la ausencia de identidad de jueces afecta la transparencia y equidad procesal así como la visibilidad y responsabilidad de los jueces al impedir el derecho de las partes a conocer quienes deciden sobre su libertad, lo que podría conducir a decisiones arbitrarias y a una mayor desconfianza en el sistema de justicia penal
En nuestro país se pretende incorporar para los delitos de delincuencia organizada. No obstante es necesario señalar que esta figura ha tenido un impacto desproporcionado sobre las mujeres, tanto en su aplicación como en sus consecuencias. Muchas de estas mujeres provienen de contextos de alta vulnerabilidad social y económica, y a menudo se les emplea en roles secundarios dentro de las estructuras delictivas, sin que esto refleje una verdadera participación en la organización. Sin embargo, su situación las expone a sanciones severas. Esto contribuye a perpetuar un ciclo de pobreza y marginalización que las coloca aún más en exclusión y estigma social.
Si se incorpora la figura de jueces sin rostro, sin experiencia y elegidos por voto popular estas afectaciones podrían agravarse. La falta de formación en perspectiva de género y formación judicial podría llevar a decisiones basadas en prejuicios y estereotipos ignorando los contextos de vulnerabilidad. Otro factor es que el anonimato de los jueces deshumaniza el proceso penal, resultando en una justicia más severa así como tendiente en la manipulación política y populismo punitivo con sentencias más duras para satisfacer a un electorado que demanda mano dura, sin considerar las implicaciones de género o la justicia restaurativa.
Es alarmante que el Estado mexicano está construyendo y reforzando un derecho penal del enemigo, que sumadas a la falta de transparencia, la transferencia de facultades a la Sedena de la Guardia Nacional y la ampliación del catálogo de delitos de prisión preventiva oficiosa, crea un sistema penal opaco e inaccesible.
En estos momentos, parece que la justicia que Ángela Davis nos invitó a imaginar no se está desarrollando en México. En lugar de construir un derecho que permita a las personas florecer, estamos creando un derecho penal que está marchitando los derechos especialmente de las mujeres.
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mahc