Durante la discusión en el Senado sobre la reforma que consolidaría a la Guardia Nacional bajo control militar, la senadora de Morena, Andrea Chávez, afirmó que México no estaba atravesando un proceso de militarización, argumentando que no había desapariciones ni violencia como en Chihuahua en 2006. Sus palabras me transportaron a una noche de diciembre de 2007, cuando mi mamá entró de golpe en mi habitación, visiblemente asustada, aunque intentaba disimularlo. Me pidió que empacara algunas cosas porque teníamos que irnos de la casa. Al ver la misma expresión de preocupación en mi papá, supe que algo grave estaba sucediendo.

Mis padres comenzaron a empacar de manera apresurada. Mi mamá tomó a mi perro, y los tres nos subimos al coche familiar sin mirar atrás. Durante el trayecto, apenas se hablaron, pero sus miradas llenas de angustia lo decían todo. Mi papá conducía más rápido de lo normal, y finalmente llegamos a un hotel de paso donde ninguno de los dos durmió. Yo no entendía qué estaba sucediendo y no me lo explicaron hasta el día siguiente, cuando llegamos a nuestro destino.

Mi mamá me contó que algo había ocurrido en el trabajo de mi papá, quien en ese entonces trabajaba en la aduana del AICM. Lo habían llamado para advertirle que lo mejor sería que abandonáramos la ciudad hasta que la situación se calmara. Más tarde, mi papá me reveló que uno de sus compañeros había sido secuestrado y decapitado tras impedir la salida de un cargamento en el aeropuerto, que resultó ser cocaína. Ni el ministerio público federal ni el ejército ofrecieron protección a las víctimas o testigos; su complicidad y opacidad eran evidentes.

Nos “refugiamos” en Guerrero, un estado sumido en la violencia. En esa época, la presencia de la Marina se intensificó drásticamente. Vecinos y taxistas nos advertían que no saliéramos por la noche debido a la violencia, y que tuviéramos cuidado con la policía y los marinos, porque estaban coludidos. Al menos en dos ocasiones, los marinos nos detuvieron en la Costera sin razón aparente. Nos gritaban que bajáramos del coche y lo registraban de manera intimidante, asegurando que era "para cuidarnos". Pero, ¿quién puede sentirse protegido bajo esas circunstancias? Verlos en cada esquina, con sus armas largas, interrogándonos sobre qué hacíamos allí, acechando supermercados y calles, era aterrador.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos fuera de casa, pero esos días fueron una mezcla de miedo constante. Mis padres fluctuaban entre el temor y breves momentos de calma. Finalmente, le informaron a mi papá que era seguro regresar. Volvimos, pero con estrictas medidas de seguridad.

Años después, le pregunté a mi papá si alguna autoridad, como la Procuraduría, le había ofrecido apoyo o seguimiento. La respuesta fue un rotundo no. Hicimos lo que cualquier familia mexicana en esas circunstancias: huir sin protección alguna, desplazándonos entre estados igualmente sumidos en la violencia, mientras las autoridades nos ignoraban. Esta es la realidad cotidiana de millones de personas en este país.

Cada vez que escucho debates sobre la militarización, no puedo evitar recordar esa experiencia. El debate actual sobre si México está militarizado o no me parece absurdo. Este gobierno ha traicionado sus promesa de pacificación y la violencia que sufrimos no distingue entre colores partidistas. Es un sistema institucional que ha sobrevivido a múltiples gobiernos y al que hoy se le otorga más poder, a pesar de su fracaso en proteger a la población.

Sé que mi experiencia no es única ni la más terrible. Lo que relato aquí es apenas un fragmento menor en comparación con lo que amigos y amigas han vivido. Sin embargo, estas situaciones dejan cicatrices profundas en quienes quedan atrapados en la vorágine de violencia que existe entre el crimen organizado y las fuerzas militares.

Hoy, con una perspectiva que me ha dado el tiempo, comprendo mejor lo que significa vivir bajo una cultura patriarcal de militarismo. Pienso en esa adolescente que no entendía por qué sus padres temían tanto, por qué había tanto miedo en salir de casa, o por qué su papá, al regresar al trabajo, vivía con una ansiedad constante por no saber si su vida corría peligro.

El debate sobre si una Guardia Nacional "civil", liderada en la práctica por mandos militares, resolverá la violencia es una falacia. Es fácil para algunos analizar teóricamente los efectos de la militarización sin comprender el impacto devastador que tiene en la vida de millones de personas. Décadas de militarización no han logrado combatir la violencia, pero sí han dejado una profunda huella de miedo y desprotección.

No podemos hablar de transformación mientras tantas personas siguen atrapadas en esta espiral de violencia institucionalizada.

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