Al Doctor Taracena in memoriam
No es inusual que los humanos vivamos, a través del recuerdo, las vidas de otros. Nuestros abuelos se cuelan en nuestras vidas de mil maneras, algunas inesperadas y sorprendentes, otras cíclicas y repetitivas, casi obsesiones. Mucha gente recuerda con devoción aquello que se va contando de generación en generación sobre los antepasados. Es frecuente que una existencia mediocre y árida tenga como referente algún abuelo prócer o una abuela narradora de leyendas que nos parecen exclusivos y brillantes. En cualquier conversación más o menos íntima, salen a relucir las glorias y las hazañas de abuelos y bisabuelos que deslumbraron a sus contemporáneos por su valor, arrojo, clarividencia. Las vidas ajenas, es decir, las de nuestros antepasados glorificados, se convierten en una fuente de orgullo (por lo demás perfectamente legítimo) cuando la propia existencia decae o no proporciona elementos halagüeños. Puestos a buscar gloria en el pasado, podemos reformularlo como queramos; los muertos no pueden desmentirnos. Habrá quien se invente linajes que lo conectan con los mismísimos Cayos, Curzios o Escipiones romanos, como decía el manchego de la moza del Toboso.
A los países les ocurre algo similar. Frente a presentes mediocres y futuros inciertos se compensa con un ataráxico culto del pasado; una forma de esculpir el recuerdo que tiende a hermosear todos los ángulos de la historia patria, a darle tintes heroicos a episodios dudosos y grandeza discutible a lo que fueron refriegas sin importancia. La historia, como la propaganda, puede disfrazar a un ambicioso de semidiós, igual que a alguna rubia de buen ver, trocarla en una Venus de Boticelli. El propósito de la historia, como fuente de compensación de las bajas expectativas, es algo muy conocido y no es privativo de México. Cuando viajas (cada vez menos) y escuchas a la gente hablar de su país, distingues entre quienes están orgullosos de lo que hacen y te muestran los prodigios de su arquitectura moderna o te presumen sus éxitos deportivos o científicos. Otros se jactan de su brillante porvenir y la vida regalada y prometedora que tendrán sus hijos. Pero hay otros que viven el pasado con nostalgia y victimismo. Y combino ambos niveles porque cuando se evoca algo glorioso, que nunca jamás existió, se culpa a alguien de manera etérea, indefinida de ese glorioso pasado que se nos arrancó. En América Latina la profunda negación del mundo indígena como pueblos con historia, y no con mitologías chocarreras, se compensa con una idealización plañidera del mundo maravilloso que un día cayó. Es impertinente preguntarse si, efectivamente, ese mundo era como lo dice la historia oficial. Es más cómodo reiterar que México está mal, pero alguna vez fue fuente de admiración del mundo entero.
La semana pasada Alejandro Moreno publicó una encuesta sobre los motivos de orgullo de los capitalinos y las cifras son diáfanas. Es apabullante el peso del pasado y la ausencia de orgullo en el presente y el futuro. El Palacio de Bellas Artes, obra del sublime Adamo Boari, es la principal fuente de orgullo. Después viene el Ángel de la independencia porfiriano, que da identidad a esta ciudad. Con porcentajes muy similares se habla de lo que era la gran Tenochtitlan y el pasado mexica. Hay espacio también en el orgullo capitalino para el virreinal Palacio Nacional y la catedral metropolitana. Pero la puntilla la da el 75% que admira las zonas con arquitectura colonial frente a un 24% que admira la arquitectura moderna. En otras palabras, nuestro pasado sigue siendo la fuente más segura de donde mana el orgullo. Nuestra mejor cara es la de nuestros antepasados. Vivimos vidas ajenas.
@leonardocurzio