Hace casi medio siglo un gobernador ilustrado de Tabasco, Enrique González Pedrero, escribió un libro que tenía el mismo título que esta columna. En el mismo se preguntaba ¿cómo podría hablarse de democracia cuando un partido lo controlaba todo? Una de sus conclusiones era que se debía promover, desde la cúspide, una democratización del propio partido. En ese universo intelectual nació a la vida política López Obrador, quien hoy le hereda a su sucesora un dilema similar al apuntado por don Enrique.

Morena replica, porque ese es su material genético, la cultura priista de ser más porra que centro de reflexión; el partido no está para pensar y mucho menos para discutir, sino para aprobar y jalear al Ejecutivo. Sus legisladores han demostrado una enorme flexibilidad, hay algunos que han defendido todo el abanico de posturas políticas imaginables sin sonrojarse. La mayoría, como en los buenos tiempos del PRI, prefiere mirar al otro lado y decir que en su sector las cosas no se hacen tan mal y a los críticos hay que gritarles: ¡ya chole! o suponer que obedecen algún oscuro interés internacional. Son indignos de ser escuchados porque están fuera de la Iglesia. Para mí, este viejo mundo antiguo es muy familiar, es como volver a los 17 después de vivir un siglo y constatar cuán poco ha cambiado la cultura política del país, casi tan poco como nuestra infraestructura, ya que ambos son la expresión de un sistema anudado.

El futuro del país ya no depende de una negociación con partidos opositores que han demostrado una fragilidad ética insalvable. Sus voces no tienen la dignidad de los derrotados, aquellos heroicos que resisten hasta la última línea y se quedan con el reconocimiento moral de quien se la jugó hasta el final. Los liderazgos panistas que subsisten en el Legislativo obedecen más bien a la lógica de los colaboracionistas, los que dejaron entrar el caballo a Troya. No inspiran la simpatía edificante del derrotado que cayó en la raya, sino la repulsa del colaboracionista que vendió la plaza antes de perderla. No tienen autoridad moral y lo único decente que podrían hacer es renunciar y permitir que sus suplentes intenten algo diferente. Su permanencia es un seguro de vida para el nuevo régimen.

El futuro de México depende del proyecto personal de Claudia Sheinbaum. Habrá que ver si realmente quiere sacar al país de esa combinación de propaganda, eficiencia electoral y mentiras. El dilema que en su momento planteó Zedillo es pertinente para Claudia, pues a decir del expresidente él tuvo que reconocer que su triunfo fue legal, pero inequitativo y a partir de ahí abrió las bases para que en este país hubiese una competencia real. En su haber está que ocurrió y renunció a la ventaja estructural del PRI e igualó el campo con la ley de 1996. Dotó al PRI con amplios recursos, pero también se los dio a la oposición, encabezada entonces por Calderón y López Obrador. No hay manera de negarlo y ahora la pregunta es ¿Sheinbaum cree que hay que seguir vinculando los recursos públicos al sistema electoral y adueñarse con malas artes del Poder Judicial? ¿O fomentar la pluralidad y dar independencia al Judicial? Ese es el dilema. Hoy Claudia puede escribir la Constitución (casi) como ella quiera. Veremos si opta por democratizar (primero) a su partido, controlado por el hijo del caudillo, para luego abrir la discusión a una atmósfera racional de fines y medios que le dé al país un sentido más amplio que la política de régimen cerrado y autorreferencial, o profundizamos en este delirio colectivo que ve éxitos hasta en el desempeño de Ana Gabriela Guevara.

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