La Reforma del Poder Judicial no está cocida. Cada vez que se preguntan detalles de procedimiento, se nota mucho que está cruda. Dicen que la letra pequeña se verá a lo largo del diálogo, en los foros convocados por el Congreso y otros espacios. Sin embargo y en abierta contradicción con lo anterior, pregonan que el Plan C fue explicado en las plazas públicas y recibió el apoyo de la mayoría. La gente ya votó y ahora lo que procede es el “trágala perro” a los críticos y a los miembros del Poder judicial.
Pero al pedir tiempo (y un espacio de reflexión) es evidente que quienes la redactaron no partieron de un diagnóstico profundo; tampoco de un diseño funcional para implementarla y, por supuesto, no hicieron una ponderación de los riesgos que con rigor plantean los especialistas ante cualquier transformación de ese calado.
Lo cierto es que nos encontramos con una Reforma del Estado que no está terminada, que tiene muchas contraindicaciones y contradicciones; sus defensores, lejos de ser un coro bien acompasado que entona un himno, se parecen más a los chillidos de gatos de callejón. Unos dicen una cosa y otros otra.
La Reforma, además, llega a destiempo. No fue planteada al inicio del mandato de López Obrador. En 2018, el entonces candidato, me dijo en entrevista que hacia la mitad de su mandato tendríamos una Corte renovada y purificada. Tal cosa no ocurrió y eso es atribuible a tres actos fallidos. El primero es que con la mayoría de Morena y aliados, nombraron a Margarita Ríos Farjat, a Juan Luis González Alcántara, a Loretta Ortiz, a Yasmín Esquivel y a Lenia Batres; contaron siempre con el apoyo (hoy desembozado y explícito) de Arturo Zaldívar. ¿Por qué esa Corte, que salió del escritorio de López Obrador, hoy es presentada como “espuria” y candidata a la decapitación?
El segundo es la promulgación de la “reforma Zaldívar”, que fue presentada como una solución integral para dar viabilidad al Poder Judicial y hoy es irrelevante. ¿La “reforma Zaldívar” fue papel mojado? ¿Se quedó corta, fue mal pensada?
Y el tercero fue tratar de ampliar el mandato del propio Zaldívar. Ante el escándalo que generó prefirieron dar marcha atrás, pero la frustración que les causó la reflejan en críticas a Norma Piña por no tener “sensibilidad” política, como si sólo una persona pudiese operarla.
Esos son los motivos de esta Reforma. Si la preocupación fuese transformar, de manera integral el sistema, la reforma vendría del manantial sereno de la amplia escucha que la Suprema Corte ha hecho en varias entidades federativas y durante un largo periodo. En ella se identifican los gravísimos problemas estructurales que van desde las policías hasta los jueces, pasando por el Ministerio Público.
El discurso de la mayoría tiene ecos “antisistema”, propios de su pasado opositor. Olvidan, en su confusión de roles, que hoy son responsables de proveer estabilidad y gobernabilidad. Igual se confunden cuando usan las instituciones del Estado con una lógica de “comité de salvación revolucionaria” en contra de periodistas incómodos, restando credibilidad a las mismas. En una democracia el gobierno no tiene enemigos, pues, por definición, es el garante del bien público, por tanto, nos representa a todos (a los que están contentos y a los que no lo están tanto) y su obligación es rendir cuentas a todos por igual. El gobierno democrático es el del pueblo, por y ante el pueblo; no el gobierno de una mayoría circunstancial ante sus clientelas y adictos.