Una de las contradicciones de nuestro tiempo es que conviven, de forma inestable y precaria, dos tendencias opuestas: el feminismo y el caudillismo contemporáneo. Empiezo por este último. He leído, con provecho, el libro de Gideon Rachman sobre los hombres fuertes. Putin es el arquetipo y le han seguido Xi Jinping, Orban, Netanhayu, Bolsonaro y López Obrador. Hay elementos que conectan el proceso político de países tan diversos y contextos tan variados. Algunos de ellos no han cancelado las instituciones democráticas (México o Brasil), otros son dictaduras personalizadas. Pero el denominador común es la existencia de un contexto social que busca figuras patriarcales que indiquen (de manera hipersimplificada) la dirección de la historia. Las sociedades de esos países parecen descartar gobernantes técnica y políticamente solventes, que respeten leyes e instituciones, y se inclinan por un padre severo que las defienda de las garras de todo tipo de “tigres y bestias” (exacerbados por la mitología paterna) que promueven falsos valores cosmopolitas y esconden intereses aviesos.

La figura del hombre fuerte recuerda, en su esencia, la idea motriz del absolutismo: el rey es el padre de la nación. Recibe, mediante un pacto de delegación, la soberanía y él es el único facultado para entenderla y convertirla en bienes públicos. Por eso los hombres fuertes tienden a confundir su biografía con la de la nación y empiezan a ser presas de sus propios sueños destructivos al asumir que Putin es Rusia; Xi es China o en estas latitudes AMLO es México. Por eso llaman traidores a la patria a sus críticos.

Son en general hombres mayores y por tanto presas de un declive de testosterona que los lleva a interludios de dulzura compasiva con violentos ejercicios de reafirmación del tipo: ¿quién manda aquí? Son frecuentes sus gestos machistas, mienten con aplomo e intentan perfumar de testosterona la escena pública de sus países y ahora el tablero mundial. Vistos desde fuera pueden ser folklóricos, simpáticos y hasta enternecedores, pero son personajes de una simpleza aterradora como lo comprueban las revelaciones sobre el proceder de Boris Johnson y Donald Trump. Su declive viril coincide con formas patológicas de reafirmación como aquellos que buscan “mujeres trofeo” o Porsches descapotables, en vez de sus esposas y los cómodos sedanes. Cada quien maneja su andropausia como puede. Los hombres fuertes se toman sus píldoras de nacionalismo decimonónico y polarizador, rompiendo las normas de una política basada en la mediación, la negociación y el reconocimiento de la pluralidad.

El ascenso del caudillo patriarcal del siglo XXI coincide con el creciente y notable esfuerzo de los grupos progresistas por desmontar el patriarcado e impulsar el feminismo. La perspectiva feminista propone (entre otras cosas) una recreación de la política que no ubique a las mujeres como elemento decorativo, mucho menos como cuotas de relleno para convertirse en edecanes del patriarca. Tampoco en estatuas de los ninfeos para bautizar la “clarividente política del caudillo”. Las mujeres proponen una política diferente, con una mirada más precisa de la complejidad, una visión más compasiva y solidaria, con sororidad y conciencia ambiental.

Las dos fuerzas libran una batalla civilizatoria. Los hombres fuertes son el último estertor de un patriarcado que muestra una sorprendente vitalidad en estos tiempos, pero que ve caer, inexorables, las hojas de su calendario.

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Analista
@leonardocurzio

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