En estos días leí “La escuela católica”. Un libro (también hay película) de Edoardo Albinati. Trata de un crimen ocurrido en 1975 en Roma. Tres jóvenes bachilleres, después de violar y humillar a dos jóvenes de un origen social popular, las matan. El hecho estremeció a Italia, ¿cómo era posible que unos niños “bien” pudiesen comportarse como chacales? El crimen es la puerta para explicar cómo un grupo de jóvenes de clase media alta, que iban a una escuela católica con tintes progresistas, podían ir violando todas las normas a condición de sentirse aceptados por el grupo. Un dulce joven de la clase alta, un buen católico, puede convertirse, por el influjo del entorno en el que se mueve, en una auténtica bestia humana.
Albinati desarrolla una tipología que explica cómo los arrogantes cuentan siempre con personas que explican la forma en que actúan. Por un lado, los cómplices. El malvado siempre tiene alcahuetes pasivos o activos. Por el otro, están los blancos del abusivo que son atacados, estigmatizados o marginados. Después vienen los indiferentes (los que prefieren mirar al otro lado) y finalmente los que están fuera del mecanismo de dominación y no participan de los rituales de envilecimiento progresivo que los prepotentes inyectan como elemento de cohesión al grupo.
Tengo la impresión de que el sistema político mexicano está entrando en una fase similar. La norma con la que se conduce el poder es cada vez más agresiva y heterodoxa. La mentira instalada en el centro de la deliberación pública y el victimismo del poderoso, rompen todo sistema efectivo de rendición de cuentas. ¿Por qué voy a dar explicaciones si me están atacando; si estoy motivado por una fuerza superior? Todos deben someterse a mi voluntad, incluidos los ministros de la Suprema Corte, porque lo único sensato es plegarse al albedrío presidencial.
La forma en que Zaldívar dejó la Corte y los argumentos que esgrimió para abandonarla me recuerdan mucho a los personajes de Albinati, donde la necesidad de quedar bien con el poderoso va deformando el comportamiento de los jóvenes y los lleva a aceptar un montón de mentiras que necesitan para poder sobrevivir en el sistema del “macho alfa”, cada vez más obsesionado por mantener el poder, cueste lo que cueste.
Es difícil salir de un entorno tóxico en el cual las necesidades del poder van llevando a los individuos a aceptar atrocidades como argumento político. No veo cómo, ni con la más cínica de las disposiciones colaboracionistas, se pueda defender que es saludable para la República destruir al Judicial y abrir la posibilidad de que sean cargos electos. ¿Qué esperan? ¿Que el Mencho tenga un ministro de la Suprema Corte o que los Chapitos determinen quiénes serán los jueces que revisen sus casos? Cada vez es más claro que a través del dinero se determina quién gana el poder en la estructura territorial.
Pero es tal el sometimiento que hay al líder por el ánimo de pertenecer y de no estar fuera del movimiento, que dice defender valores, pero en realidad reparte cargos, está llevando a muchos actores a perder la esencia de lo que fueron. En “La escuela católica”, los jóvenes se convierten en criminales. Los últimos en darse cuenta del proceso de metamorfosis son ellos y alguna vez se percatarán de la insensata espiral en la que, activa o pasivamente, participan. Hacer una campaña política proponiendo derribar un poder del Estado es una inadmisible deslealtad a los principios de la República.