Mientras escuchaba al general Vallejo explicar el avance de la obra en Santa Lucía, me parecía entender por qué el Presidente se muestra cada vez más irritado. Con precisión de relojero, el general anticipaba que en 400 días la obra estaría terminada. Mi sensación de empatía con el mandatario crecía. Para una personalidad como la de AMLO es muy difícil entender, (a mí me pasa lo mismo) que si te dicen que una obra costará tanto y se concluirá en un plazo, la norma es que esto no ocurra. Supongo que para él será cosa de todos los días escuchar que los proyectos no se terminan o que cuestan más de lo previsto; que las vacunas no llegaron o que el plan anunciado en diciembre se pospone hasta junio; o que los 30 mil muertos originales se te han ido a 180 mil; o que Ovidio no aparece y su cártel inunda de cocaína la capital. No debe ser fácil escuchar explicaciones, más o menos elaboradas, de todas las ineficiencias en las que este país es pródigo. Por eso le reconforta que un ingeniero militar informe que lo que estaba comprometido se ha cumplido. Supongo que es música celestial para él y por eso ha demostrado un creciente aprecio por el Ejército, cosa no menor en alguien que dijo que si por él fuera lo disolvería. Es un brazo operativo que le da resultados y no pretextos.

Lo que entiendo menos es que la expresión presidencial sea cada vez más cruda, sin mediaciones. Después de los días de convalecencia, parece que todos los filtros que modulaban su discurso se diluyen. No ocultó su satisfacción con el Ejército, pero tampoco disimuló sus disgustos. Decidió prescindir de toda consideración con propios y extraños. Arremetió contra la prensa y sus odiados intelectuales “orgánicos”, nada nuevo es cierto, pero lo insólito es que también despotricó contra otros jefes de Estado que se vacunaron “con argucias y triquiñuelas” y lo que es peor: decidió humillar públicamente a la Jefa de Gobierno y a sus dos fracciones parlamentarias.

Empezó la semana interfiriendo en el proceso electoral alegando que la oposición quería ganar una mayoría en el Congreso para reinstalar la corrupción. Después humilló públicamente a Claudia Sheinbaum al negarse a usar cubrebocas. AMLO es vecino de esta ciudad y desafiar a la autoridad local es ponerla en una situación de subordinación política (que es bien sabida pero innecesaria por humillante). Tampoco se entiende que haya proferido palabras duras para las empresas constructoras con las cuales, por cierto, aceptó en su momento comer en el “Corazón de alcachofa” y a las que ha entregado importantes contratos en otras obras. El tono anti empresarial del Presidente es cada vez más descarnado y franco. No le cae bien el sector privado y lo puso nuevamente en tensión con una preferente para reformar el sistema eléctrico. Esa legislación, además, pone contra las cuerdas a un legislativo que convoca a Parlamento abierto y recibe la instrucción de Palacio de no cambiar una sola coma. Discutan lo que quieran, pero acaten silentes y sumisos. Ni las formas se cuidan. En esa misma línea mandó a la congeladora al diligente Monreal y su propuesta de reglamentar las redes sociales. Que todo pasa por Palacio no hay duda, pero no hace falta tanta franqueza, tampoco rudeza. El Presidente es el jefe, pero ¿qué gana humillando a Sheinbaum y a sus dos fracciones? Ser humillado por su jefe político es probablemente algo inevitable cuando se tiene la personalidad del Presidente, pero que amargura más gratuita para quienes han demostrado lealtad, funcionalidad e incluso servilismo. Ni Mier, ni Monreal, ni Sheinbaum merecen ese trato. El omnipotente mandatario tiene cada vez menos filtros.

Analista político.
@leonardocurzio

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