Un buen amigo me dijo que es peligroso pedir un martini como aperitivo. Además de ser una bomba de alcohol baja tu capacidad de autocontención. Después del trago puedes comerte unos macarrones, carne con papas fritas y probablemente un helado sin culpa, pues tu capacidad de autocontenerte se ha anulado por el plácido efecto del cocktail.

Al poderoso le pasa lo mismo con los instrumentos de que dispone. Puede acostumbrarse a mentir sin remordimiento porque a diferencia de los mortales, él lo hace por una “virtuosa necesidad” que consiste en encender la esperanza en el pueblo antes que informarle de la realidad. Los asesores prefieren ante las flagrantes mentiras (la solidez de la investigación de Ayotzinapa) camuflarse y no llevar la contra a quien te puede dar un descolón de 60% de popularidad. Renunciar menos. Nadie en su sano juicio confronta a una estrella política porque corre el riesgo de recibir la consabida dosis: vendepatrias, chayotero, o cómplice de atrocidades previas ante las cuales calló como momia (¡si el jefe de Estado supiera que las momias hablan!). La política madura es parte de reconocer que todo cambio es incremental y que no hay atajos ni saltos mágicos, elevaciones por decreto del nivel de ingreso sin una agenda educativa y de productividad o ampliación de la esperanza de vida sin una política de salud coherente. Pero eso no se lleva con la “política TikTok” en la que estamos instalados. El imperativo es gustar, no explicar o argumentar. Se miente primero para no mortificar a los esperanzados y a partir de esa plataforma compasiva se puede deslizar hasta el abismo. La verdad siempre nos alcanza.

Pero lo más riesgoso es habituarse al espionaje. Los días avanzan y en su portafolio de información fluyen las fuentes abiertas y también las intervenciones ilegales y por lo tanto su mirada se altera. En muchas ocasiones ya no distingue si lo que sabe lo obtuvo por una fuente abierta y legítima o es producto de la información secreta, privilegiada o francamente ilegal que sus servicios le proveen. El acceso a los secretos y a la información clandestina ayuda a anticipar y a golpear con mayor puntería, pero deforma la percepción de la realidad. Oír clandestinamente las voces de los otros puede llevarnos a situaciones tan rebuscadas y deformantes como la de aquel cuento de Moravia en el que una madre escuchaba por una extensión del teléfono (entonces las había) las conversaciones eróticas de su hija.

Cuando el poderoso permite que sus partidarios libren una batalla política usando y difundiendo espionaje, la capacidad de autocontenerse se ha bloqueado. Ya no sabe distinguir lo aceptable de lo indebido, se ha acostumbrado a no jugar con las reglas y a no medir las consecuencias que cada uno de sus actos tienen.

Los sensores que mantienen un gobierno dentro de los cauces constitucionales son la legalidad, la rendición de cuentas y la división de poderes, pero también los contextos de exigencia que sus propios allegados y correligionarios le impongan: —Usted no, líder, usted no—. Finalmente, todos esperan que su caudillo deplore el extravío del recto proceder. Pero en el fondo está la autocontención, la que perdemos con el martini. Esta tiene que ver con la capacidad del propio gobernante de hablar consigo mismo antes de vender su alma a Mefistófeles y decir: hasta aquí llego; yo no voy a convertir la seguridad nacional en la seguridad del régimen. No hay bien superior que justifique el espionaje político.

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Analista
@leonardocurzio