Hace algunos años Linz y Valenzuela hicieron una reflexión muy potente sobre el presidencialismo (La crisis del presidencialismo, 1997). Esta forma de organización del poder es típicamente americana. Si se echa un vistazo a los sistemas políticos de Europa y Asia, la inmensa mayoría ha preferido optar por regímenes de otra naturaleza en los que se separa la Jefatura del Estado de la militancia cotidiana del jefe de Gobierno. Sistemas en los cuales las mayorías puedan ser sensibles a los cambios de la opinión pública y puedan introducirse correctivos parlamentarios que rectifiquen desviaciones o debilidades estructurales del gobierno.
En el presidencialismo esto es imposible. Si el Presidente tiene mayoría, su bancada y su partido se convierten en parte de la cadena tóxica en caso de que las cosas no vayan bien. Además el gobierno está sujeto a un calendario fijo. Los presidentes tienen un mandato definido temporalmente y aunque hemos visto renuncias y destituciones, no deja de ser una crisis constitucional el que un mandato del soberano se vea interrumpido por consideraciones supervinientes.
Uno de los grandes temas es: ¿qué ocurre cuando un presidente empieza a gobernar de forma facciosa, con un impulso polarizador o francamente criminal, o algo tan humano como sufrir ciclos de depresión y euforia o simplemente enloquece? Por supuesto debe haber un principio protector de la institución presidencial para evitar que se le intente destituir desde el poder legislativo o que se utilice la judicatura para maniobras de acoso y derribo a los presidentes. Todos los mecanismos para debilitar el poder presidencial, incluida la aberrante revocación de mandato, me parecen nocivos, pues en su seno tienen todos los incentivos perversos que son favorecer que se haga campaña en vez de gobernar.
Pero lo sorprendente de esta coyuntura es que el presidencialismo norteamericano es el que cayó en varios de los supuestos que nos advertían los teóricos. Más allá de criticar una gestión determinada, una buena pregunta es: ¿qué pasa cuando un presidente gobierna desafiando a las instituciones, que fomenta, desde la tribuna presidencial, la polarización y el descrédito del sistema electoral? ¿Qué sucede cuando el primer mandatario miente sistemáticamente y convierte los embustes en una de sus líneas de comunicación? ¿Qué pasa, finalmente, cuando el presidente gobierna con un impulso desestabilizador? ¿Quién lo quita de sus funciones sin incurrir en una crisis de legitimidad?, ¿quién lo manda a callar sin que esto se convierta en una censura como ocurrió el jueves cuando tres cadenas bajaron la señal de su conferencia?
Está claro que la más eficaz es la que aconteció en Estados Unidos que es perder las elecciones, pero igual de claro está que la concentración de poder es indeseable. El caso de Trump ha sido una nueva prueba de que esa concentración puede poner en jaque a las instituciones democráticas y llevar a su pueblo a una confrontación con consecuencias imprevisibles. Trump llegó al poder prometiendo que iba a sanear el pantano de Washington y que él encarnaba la revuelta anti-establishment. Cuatro años después nuestros vecinos están más divididos y más irritados, porque en lugar de pacificar y atemperar las diferencias, Trump las usó para permanecer en el poder. El pueblo norteamericano decidió detener esta maniobra y dar a Biden la victoria, pero el presidente no ha dudado en usar todos sus recursos para desacreditar todo aquello que no le dé la razón. Los presidencialismos excesivos son tóxicos en Argentina o Colombia; Ecuador o Perú; Brasil o los Estados Unidos.
Analista político. @leonardocurzio