Cuando un régimen tiene la centralización que hoy tiene el mexicano, es ineludible estudiar el talante del jefe del Estado. Como en las monarquías absolutas, el barómetro del ambiente político era el semblante del rey. López Obrador tiene ciclos de euforia y de enorme confianza en él mismo, que se reflejan en una visión optimista y resolutiva y otros oscuros y viscerales. En su fase brillante solía ponerse una corbata con el águila juarista y proyectaba esa disposición optimista. Poco después de las elecciones intermedias del 2021, se le veía sereno, con ánimo de pensar en el legado y el tratamiento que la historia daría a su administración.
Hablaba de las promesas cumplidas -y como Hércules satisfecho-, se jactaba de las tareas que había completado con holgura. Reconocía -ufano- que le faltaban un par de cosas por completar (Ayotzinapa y la descentralización), pero que todo estaba atado y bien atado; además, veía el futuro con confianza. Atisbaba un relevo generacional y un vivero de políticos de alto nivel dispuestos a sucederlo. Nada enturbiaba el porvenir; tenía el temple del capitán que debe conducir la nave hasta el final del sexenio y después retirarse, como un moderno Cincinato, a cultivar nabos y coles.
En los últimos meses, como en una tragedia de zar ruso, el presidente que se auguraba un sexenio próspero y tranquilo, está envuelto en una tormenta emocional nada disimulada. Cotidianamente muestra su enfado e insatisfacción. Nadie está a su altura, todo lo decepciona, ve conjuras hasta en el nado sincronizado; cualquiera diría que el país no está a su nivel: ¡qué malos siervos para tan buen señor!
En las antípodas del ánimo optimista y confiado, hoy tenemos un presidente que propone romper los consensos constitucionales en materias tan delicadas como la seguridad pública y la integración del Poder Judicial, contrariando sus propios dichos y poniendo en riesgo su credibilidad histórica. Repite hasta la náusea que es un político de ideales y principios, pero cabe preguntarse ahora: ¿los ideales que lo mueven fueron los que sostenía al inicio de su mandato? Hablaba de regresar a los militares a sus cuarteles y ahora opina lo contrario. Como lo he demostrado en días pasados, en 2018 decía que no tocaría el mecanismo de integración de la SCJN. Ahora opina exactamente lo contrario. Cuando uno se dice leal a los principios tendría que aclarar si cree en los primeros o en los últimos. No se puede empezar el gobierno con ínfulas papales y terminar con fe luterana sin menoscabo de la propia credibilidad. Se vale cambiar de opinión, pero el discurso político debe tener coherencia interna y externa.
Lo inquietante ahora es que el ánimo presidencial de conducir la campaña electoral, con dos propuestas de Reforma Constitucional, activa todas las alarmas. Primero, porque usurpa lo que debería ser potestad de la candidata de su partido, que es hacerle una propuesta a la nación y no simplemente heredar su gobierno; y la segunda, porque se reabre la inquietud (negada en múltiples ocasiones) de ampliar el mandato. Si el presidente lograra una mayoría constitucional (como a la que ha llamado, con la cómplice sordera del INE), podría estar en condiciones de cambiar no sólo el mando de la GN y la integración de la Corte, sino cualquier otra cosa, incluida la reelección. Alteraría el pulso de los sexenios. ¿Es conveniente estar modificando la Constitución con un gobierno agónico sin que esos demonios reaparezcan en el escenario? Me parece que no. Como decía Augusto: Acta est fabula.