En días pasados el jefe de Gobierno develó un busto para recordar a un político excepcional: Muñoz Ledo. Cuando murió dije, a título de homenaje, que en su cabeza cabía el Estado y en su corazón México. No eran palabras huecas, circunstanciales; de esas que se pronuncian por compromiso. Un año después, y al ver su cabeza en piedra, celebro que los capitalinos no olvidemos que fue nuestro senador y primer cargo electo, junto con Ifigenia Martínez, en esta capital. Representó el ánimo insurrecto por sacudirnos la complacencia y cortesanismo del partido hegemónico, esas veleidades que hoy regresan con nuevos ropajes.
Porfirio revolucionó el Senado dominado, entonces, por ese priismo de naftalina que apostó siempre que las formas, más o menos almibaradas, escondían ese pensamiento vertical y burocrático cuya motivación principal era la perpetuación del poder. Como todo sistema vivo, el priista estaba pensado para replicarse y olvidó, por tanto, que el poder siempre es un medio para conseguir un fin. Hoy quien ocupa el asiento de Porfirio es un personaje de apellido Chíguil. ¿Cuánto han cambiado las cosas en esta capital? ¿Cómo es que la ruta que tanto nos entusiasmó en el 88 iba a tomar, poco a poco, el camino del conformismo burocrático de una izquierda que, instalada en el poder, no siente pudor por avasallar, como antes fue avasallada? Como el Andrea Chénier de Giordano tras consagrar su genio a denunciar la verticalidad y el autoritarismo del antiguo régimen, se convirtió en un instrumento de los males que combatió. Porfirio desafiaba esa molicie con inolvidables discursos parlamentarios que tuve la fortuna de compilar y que hoy, como su busto en el parque, resplandecen en las estanterías de las bibliotecas. Su capacidad de argumentar me sigue pareciendo fabulosa.
No hay que olvidar que fue él quien impuso la banda presidencial a López Obrador y soñó una reforma del Estado que hoy se nos presenta en forma de Cuasimodo. Una reforma sin pies ni cabeza, que lejos de modernizar el Estado nos plantea un Plan C, que significa religiosamente comunión más que comprensión; comunión sin rechistar, que más que inteligencia pide abyección. Una reforma del Estado que amenaza con perjudicar nuestra reputación internacional y poner en vilo inversiones y lo que es peor, quitar todo el contenido esperanzador que puede tener el primer sexenio encabezado por una mujer. La aprobación del Plan C le dará al sexenio un arranque en clave de derrota; de entrar debiendo, de remar a contracorriente, de justificar lo injustificable. ¿Qué utilidad puede tener para el país desaparecer la Cofece? No se percibe como un proyecto fresco, creativo y bien pensado y, sobre todo, propio de la presidenta; sino como pescado congelado en una finca de Chiapas que se quiere servir en el banquete del nuevo sexenio.
A Porfirio le debemos la apertura del sistema, como también se lo debemos al ingeniero Cárdenas y a otros audaces miembros de su generación. Porfirio no fue jefe de gobierno ni presidente por razones que no toca analizar en este texto, pero no cabe duda de que ha sido el gran reformador y el tribuno más importante de los últimos años. Un individuo excepcional, que hoy nos sonríe en un parque de la colonia Del Valle, para que todos recuerden que alguna vez en este país hubo grandes personajes en la vida pública que hicieron del razonamiento y la oratoria, el ensayo y el conocimiento de la historia, sus armas de cargo; y no el identitarismo ridículo que se repite para complacer a la tribuna, que heredamos de los pueblos originales virtudes cardinales que nos confieren la categoría del mejor país del mundo, es decir, la simplona fábula de los pueblos elegidos y el orgullo del nacionalismo guacamolero.
Analista. @leonardocurzio