La ciudad capital, mi ciudad natal, es un extraño espacio donde viven 9.2 millones que tienden a envejecer, a tener menos hijos (baja la fecundidad) y más perros. Las niñas ya no quieren ser princesas y reclaman con fuerza derechos impresos en constituciones, pero alterados por prácticas machistas horrendas, como acosar cotidianamente a las mujeres en la calle o en el transporte público, sin que haya una acción pública decidida para inhibirlas.

La visión tradicional de la familia (esa que tanto gusta en Palacio) hoy parece minoritaria. Solo el 30% se declara casado; el 38% es soltero; 12% vive en unión libre y el 9% está entre separado y divorciado. Una sociedad educada, pues el 35% declara tener educación superior; somos la Atenas de Mesoamérica. Es una sociedad que le gusta verse como justiciera y políticamente correcta. Tenemos una constitución con florituras retóricas que harían sonrojar a un finés, pero somos incapaces de proveer de transporte público digno a los menos favorecidos. Para los mayores es inhóspita. El 18% de los habitantes de más de 60 años tiene una discapacidad y son pocas las áreas amigables para caminar con seguridad. “La micro” domina y el Metro escasea; los camiones de doble remolque circulan tiránicos por Bucareli o el Eje Central. En esta tierra de ensueño es más importante hablar de los derechos que garantizarlos con servicios públicos de calidad.

Es una metrópoli, la mía, orgullosa de su pasado y descuidada de su presente. Bella por legado y fea por vocación. Son pocos los barrios modernos que tienen avenidas transitables por peatones y bicis, con parques y monumentos emblemáticos. Vivimos de los abuelos. Nos creíamos el centro de la cultura y poco a poco el florecimiento de otras ciudades como Guadalajara y Zacatecas nos ha ubicado en el sistema solar. No todo es Cuautitlán y nosotros vivimos de las rentas de generaciones anteriores.

Es una ciudad con una raíz indígena innegable. Sus tianguis, sus esquites, sus elotes, los rasgos de sus habitantes, sus tamales, todo recuerda el mapa de Bonfil Batalla, pero como si fuésemos una urbe provinciana y de medio pelo, imitamos lo americano, pero no de Filadelfia, sino de McAllen. Tristones centros comerciales hoy languidecen con la pandemia en vez de tener calles comerciales vibrantes y saludables. Somos carne de cañón de modas y bebedores impenitentes de refrescos; los museos los circundamos de puestos de comida y fritangas sospechosas porque nuestro apetito es voraz y la infraestructura urbana pobre. Nos creemos ahora africanos. Según el censo, hay más afrodescendientes (2%) que hablantes de una lengua indígena (1.4%) A este paso habrá más hablantes de suajili que de náhuatl. Todo sea por imitar e ir con la corriente.

Pero lo que no cambia es la representación política. Es perturbador que una ciudad tan cosmopolita no consiga modernizar sus liderazgos. No hay profesores, arquitectos, empresarios que renueven las boletas electorales. Los Chíguil, las Brugada, las Padierna, los Luna, los Santillán siguen allí, demostrando que a la izquierda cada vez le cuesta más reclutar cuadros fuera de su estructura neocorporativa. El poder lo ejercen desde las oficinas y eso sigue bastando para reproducirlo. Es una ciudad que se maneja con clientelas. Que su Congreso sea uno de los más improductivos e intrascendentes del país se da por hecho. La vida de la ciudad transcurre sin que el legislativo gravite. Pasan meses sin que los informativos consignen o reseñen algo innovador que se haya procesado en Donceles. Pero si el mismo grupo que ha gobernado la ciudad todo el siglo sigue allí, lo mismo ha ocurrido con la oposición. El PAN tiene ahora a Santiago Taboada, pero el resto de la estructura es la misma que mantiene una indeclinable vocación minoritaria. El PRI ha reclutado a lo peor de cada casa y conserva su feudo en Cuajimalpa. Por lo demás, todo igual. Mi ciudad está llamada a no cambiar.

Analista político.
@LeonardoCurzio